Cuán solo estaría, estando solo, sin mi música, sin el murmullo de los libros que descansan en los estantes de mi biblioteca. Y qué triste que tenga que decir que es mía: qué pensaría Lautrémont si supiera que su palabra se va muriendo en las letras de unas páginas inmóviles, mohosas, y que tiene dueño. Al final, para eso pensará el hombre, para que cuando haya muerto, si tuvo el descaro de dejar su nombre pasada la tumba, otro pueda hincharse de ego al decir que este volumen de Dickinson es mío, sin ella haber visto alguno. El hombre, qué animal… Pero no quiero tratar de entenderlo ni como carne, suspiro o camisa, no se puede con tanta humanidad junta. ¿Me vuelco hacia la filosofía… o hacia la fabricación de galletas dulces? El azúcar produce placer y ese crujir de pedacitos que caen en la mesa, o humedecerlas en el café, perfecto para acompañar una Introducción a la filosofía, o cualquier amargura más. Tantas cosas. Por eso hay que permanecer en casa de vez en cuando, tratar de entablar relación con estas paredes pintadas tan a la carrera, sin haberme consultado —probablemente porque no fui yo quien las pagó— y con colores que quieren siempre estar gritando, un bullicio de altercado y borrachera. No sé en qué piensan esas brochas al dejarse manchar así. (Escribí esta frase para poder luego borrarla con todo y ese punto indefenso, pero luego no podría divertirme al decir ésta…) Es difícil seguir hablando, escribir, y es quizá porque no sé a quién le hablo, como si tuviese que tener claro el rostro al que voy a pintar de saludos con estas letras, tan extraño, será por eso que nunca podré escribir bien, o escribir. Siempre tienen que estar las cejas bien delimitadas y el mentón sobresaliente porque si no, se me va yendo la e hacia la izquierda, tan molesto. U olvido algunos verbos... Por eso quiero imaginar que imagino a una de mis femmes, esas muchachitas con pantalones ajustados que sólo quieren que las quieran para ellas sonreír, sentirse objeto de deseo —aunque sea un pretendiente tan desgastado como yo— y sigan el camino pensándose novela romántica sin título o nereidas tercermundistas, con el respeto que se merecen. Es más fácil recordarlas a ellas, ¡qué trauma!, que al señor de la leche en mostradores de madera curtida, o al perro sin raza que patié borracho cuando prendido de cualquier muro intentaba llegar a casa. Decía de las muchachitas con coronita de oropel, que llegan encendidas, a veces incendio, a hacerme la vida chispitas mariposas, con guirnaldas de claveles (o cualquier flor, nunca supe bien cuál era cuál), y suspiro un poco, funciona para evitar estornudos. Hace frío. Pero las hay también que la memoria no tan herida, no tan curada, duelen con un dolor de agua fría. Ya ya… El tema se vuelve complicado, entonces el digitador, el demiurgo pandequesero, voltea la mirada, cambia el rumbo de la luz en el faro iluminando otras piedras, guiando el bergantín ingenuo hacia otras islas, en tierras donde sí se puede hablar. Qué sé yo, quiero decir que esto es un diario, una manera de poder decir, simplemente así. La lengua escrita demanda al hombre un esfuerzo, sacar un poquito más de lo que la naturaleza le dio y luego los lauros, la cena de conmemoración y tu nombre en el Real Diccionario, ah… Pero el esfuerzo, esa palabrita tan difícil de escalar, de cruzar sea con machete, escapulario o matafuegos, imposible. Uno empieza con balbuceos, tonterías que allá adentro ya conquistaron todo premio que Juanes nunca logró, aunque no se crea. Las palabras que no pudo la boca nunca construir, le salen por los dedos con esa magia de conejo blanco, con un orden —desorden para otros— que te hace temblar porque lo crees de una belleza con singnos de admiración. Pero, qué va… te la pasaste creyendo que fuiste grande, que ya te tenían lista tu invitación a decir el discurso de recepción del Nobel, y a García Márquez lo ibas a abrazar por el lado izquierdo, y las entrevistas las concederías sólo a ciertos canales, a otros no. Saboreando eternidad con encías de recién nacido, siempre con ese afán, con esas ganas de estar en la boca de todos para probar que a pesar del éxito, la Gloria que sólo está en otros cielos, apesar de todo eso, seguirías siendo el mismo. El mismo… nunca escuchaste a Whitman, ni a Baudelaire, ni a los árboles con esa elocuencia demente. Escribe, si lo que quieres hacer es eso, pues hazlo, pero primero, deshacete de las ideas de paraíso post-mortem que dizque da el haber sido mejor que otros, saca tu cara del balde con agua tibia, empezá por ahí. Y ponete a pensar en otras cosas, en la música, en las velas que te pusieron al frente para adornar y no pa prenderlas, en las lucideces que muy esporádicamente vas adquiriendo a pesar de tu somnolencia y de la pereza de carne que mantenés. Pensá en que por ventura todavía cae agua sobre la calle afuera. La música, pensá en lo bien que te hace poder bañarte en el jugo dorado de la trompeta sin haber pagado más que dinero, qué fortuna. Que saltás de Brassens a Coltrane, y Vivaldi y Waits, y nadie te dice que sos educado, o culto, o sinvergüenza, porque mantenés tus búsquedas en secreto como un vicio mal visto, como un onanismo fonético. Los periplos de cuerdas, cueros, el viento ululante y las lenguas retorciénode en el grito. Cómo puede no gustar esa percusión tímida del Jazz, como queriendo decir las cosas a medias porque guardándose el resto a lo mejor querás volver y averiguar, como otra muchachita pudorosa de pantalones apretados, otra vela que no se deja prender. No sé qué más decirle al mundo, al mundo que no quiere saber de mí. A mí no me suena tan bien como a la señorita, debe de ser que ella sabía más en esa soledad de jardín monástico, estúpido. El mundo querrá saber alguna cosa de mí, ya que probablemente no va a tener ningún testimonio genético de mi parte, qué dramático. Hoy quiero dejar bien claro mis convicciones para saber dónde voy a estar mañana. Para reírme de mis modismos de niño afrancesado en mi vejez, en mis años de haber libado placeres tan sórdidos como humanos, y me importe poco que caiga sobre mi silueta la flecha del dedo penitenciaro. No tendré hijos, está bien… Discúlpenme los que, por culpa mía, vengan al mundo mañana, con todo respeto: no fue mi intención. Entenderán, espero, que nunca leí las bitácoras de don Casanova y el arte de las mujeres lo asumí muy tarde y si por algún azar —tampoco ahora lo quiero comprender— una piel se me extiende en esa sensual y sencilla escases de máscaras, no voy a impedir que se agriete mi piel sin el contacto, el deslizamiento de paisajes, el uno sobre el otro. No, esta vez no seré tan cristiano, ni moralista ni vitalista depreso. Y a lo mejor la luz vendrá en el brillo de unos ojos que les tocó llegar llorando a esta casa, con este apellido y si es tanto el infortunio, con estos vicios: perdonadme, no fue mi intención. Y si de algo sirve: ahí están mis libros sin leer, vírgenes de asombros y manchas de lápiz, también mis discos rayados y mis gafas que alguna cosa vieron, nada más. No será el mejor comienzo, pero dejo los cajones del nochero de la última pieza llenos de consejos y canciones para pasar por la vida, sino desenterado, por lo menos un poco con la vista puesta sobre lo verde, lo poquito edénico que nos queda aún. Hágase uso de ello. Y también voy a tener que pedir disculpas a los entendidos del arte de gravar letras en el lienzo en blanco por conocer exclusivamente la narrativa en primera persona, yo. Sé que van a leerme, lo sé, no pretendo engañarme, y también entiendo que querrán de mí más que diferenciar una ese de una ce, sino entablar todo tipo de conversación, hundir mis manos, mi boca, si es preciso el último músculo de mis ojos, en tanta mierda que puedan ustedes decir que conozco la cosa y sólo así puedo hablar de ella. Lamento tanto, desde ahora, saber que habrá tantos decepcionados. Que volverán a la ilusión del café de la tarde, del periódico aciago de la mañana, lanzando una mirada triste sobre la imagen de este niño que nunca aprendió a hacer nada bien. A ustedes que quisieron ver en mí la última luz, disculpad, soy simple y llano como no son mis paisajes, soy el hijo de un abrazo partido y eso no me hace nada especial, no tengo lágrimas grandilocuentes y si las tuviera, tengan por seguro que me las reservaría. No puedo decirles nada que no conozcan, primero porque no he estado en lugares inhóspitos ni en cuerpo, ni en espíritu, ni en uñas, y mi lengua no alcanza para tanto. No quiero hacerles perder el tiempo, lo poco que tienen, ni su esperanza, la necesitan para largo. Sólo tengo para ustedes un guiño con mi sombrero en la mano, sin tener sombrero, y una infinidad de gestos ingenuos con los cuales compartir mi condición sin adjetivos, tanto quiero que les sea suficiente, y amable…
El punto es que comenten; ustedes saben, queridos: es necesario...
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2 comentarios:
Me gusta mucho, pero te noto repetitivo en el estilo,con todo respeto sos muy muy constante con el estilo y no sé si es intensionado de tu parte, pero que se yo, no soy nadie para criticarte, este me parece genial. Preciado
"...también voy a tener que pedir disculpas a los entendidos del arte de gravar letras en un lienzo en blanco por conocer exclusivamente la narrativa en primera persona, yo."
Gracias!
—G Ochoa
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