El punto es que comenten; ustedes saben, queridos: es necesario...

sábado, 31 de octubre de 2009

Microficciones casi urbanas, más...

1. En el edificio donde vivo tienen como regla, para el manejo de basuras, dejar las botellas de vidrio en las escalas, afuera de la puerta; desde arriba no se pueden tirar. Todos lo aceptamos porque es conveniente y quien las recoge hace bien su trabajo. Un día el vecino de abajo decidió no hacerlo y llevó él mismo las botellas. Pero no fue cosa de un solo día. Lo tomó de costumbre hasta que un accidente sufrido en el trabajo se lo impidió. Todos lamentamos mucho su pierna rota cuando bajábamos nuestras propias botellas. Parecía enojado. Las suyas ya se acumulan afuera de la puerta.

2. Kristin fue una amiga que gané de tanto visitar una pequeña panadería a dos cuadras de mi trabajo en Boylston St. Era una gran conversadora y entretenía mis días de ocio invernal. Con ella conocí algunos teatros de Boston, allí la gente parecía conocerla. Me estaba acostumbrando a estas salidas donde cada noche conocía dramaturgos emergentes y a uno que otro actor. Una noche, quedamos de encontrarnos en el Wang Center para una adaptación de Shakespeare, Much ado about nothing. Estaba entusiasmado, el espectáculo prometía risas. Pero esta vez me quedé esperando risas viendo que Kristin no llegaba, y no llegó. Dos años más tarde recibí un correo suyo arguyendo el porqué de su ausencia aquella noche. Su padre había muerto. Ella consideró prudente irse también... y la carretera estaba abierta.

3. Vivo en el quinto piso de un edificio en Laureles, barrio conocido por su repentina sobrepoblación. En frente al mío, hay un edificio un poco más grande con una buena cantidad de balcones. Algún día, como suelo hacerlo a veces, gracias al buen tiempo, saqué mi silla, mi libro y me puse a leer afuera. Levanté un momento la mirada y vi que alguien desde el frente me sonreía. Le gusta leer, pensé, y sentirá simpatía. Seguí mis lecturas afuera no sólo ese día, sino por mucho tiempo con la sonrisa cómplice de mi acompañante. Se debe preguntar qué leo. Ya me veía yo cambiando de libros frente a ella, pretendiendo leer qué cosas sólo porque me observaban. Uno de tantos días, mientras cambiaba las páginas de un Proust, vi que alguien se le acercó, la agarró de los brazos y la condujo con fuerza hacia adentro… Desde entonces no he vuelto a leer afuera. El clima está muy raro y quién sabe de qué se pueda enfermar uno ...

4. Conozco por casualidad, o porque así lo quise, a un señor en plena vejez que hablaba de dioses y lo encontré en el Parque Bolívar. Yo pasaba con el primo y escuchamos una discusión que sostenían algunos jubilados. Terminada la charla lo abordamos y pudimos hablar con él. Caminaba lento y el rostro delataba una amargura cioraniana. Luego de oírlo, no lo quise volver a ver. Fue tan pesado y agrio su discurso que terminé confuso, nublado... Le pedí al primo me acompañara a casa y que, si se le ocurría, nunca me llevara otra vez a presenciar tales actos de deicidio.

5. Como en la Huntington St. hay un buen número de cafés donde es agradable sentarse a ver universitarios pasar, pensé que sería bueno ir un rato. Con el Museum of Fine Arts de fondo, cogí uno de mis libros y me sumergí en él. A mi lado había una pareja un tanto molesta, discutían y se lamentaban por algo. Me alcancé a ruborizar un poco al escuchar que su descontento se debía a lo oneroso que les resultaba la exuberante presencia de minorías en su país. Ajeno que soy a la tierra donde vivo, tomé consciencia de su molestia, empaqué mi libro y pagué el café. Al salir del sitio, improvisé una sonrisa a la pareja, les saludé y seguí de largo con el amarillo, el azul y el rojo de mi bolso juvenil.
Mirá cómo trato de entender todo esto.
Tachando, ajustando,
adivinando letras que conozco
pero ni sospecho por qué están ahí.

Mirá cómo me llegan otras cosas hasta aquí
mientras los que saben opinan, asienten,
aseveran desde sus puestos de universidad.

El mundo de las distracciones
permite otras formas de vida.

Mirá cómo volvés a llamarme entre tanta cosa seria.
Si vinieras a hacerme caras desde la puerta abierta.
Son horas serias estas horas,
debés estar en tu papel del mundo.

Pero si no venís,
igual me guardo en escribirte tanto,
rascándote el codo y no volteás.
Oí como te llamo…
Pacito para no interrumpir a nadie.

Si hubiera dicho otra cosa
no me estuviera traicionando.
Pero dije mirá
Nombrar para existir.
Nombrarte.

¿Si no digo nada?
No, no sirve.
Todo está hundido en el tedio
y si no quieres entender,
adentro se prenden las voces.

Al frente hablan de analepsis.
No es necesario nombrar para que vengan,
ya están aquí.

Salut!

Microficciones casi urbanas

1. Estaba en la tienda al frente del Colombo. Acababa de ver una película. Me gusta tomar algo antes de irme para la casa. Escogí una sillita un poco apartada de la calle donde pudiera tomarme la gaseosa en paz. Entonces vi una muchacha sola llorando. Hablaba por celular. Me quedé pensando qué causaría esas lágrimas. La miré fijo, disimulando un poco, y me di cuenta de que también ella estuvo en mi misma sala, y que estaba acompañada. Con la luz que antecede el espectáculo, pude ver que quien la acompañaba era más que una amiga. No suelo juzgar a priori… Aunque ahora que la veo llorar, tampoco puedo confirmar nada; sus lágrimas pueden hablar de emociones, pero no señalan ruptura, muerte, soledad, nada de eso. Toca quedarme con la satisfacción de que un día vi a una chica llorar… y a otra…: a ésa no sé si la vi.

2. Ocurre que en mi Santa Rosa de calles anchas y caras conocidas, pasa alguien en su carro recién comprado y adornado a más no poder. A su equipo de sonido le gusta ser lo único que se escuche. Cuando pasa por ahí, todos nos miramos desde donde estamos y hasta donde el ojo alcanza, lanzamos una mirada de reproche y parecemos estar de acuerdo en nuestra disensión. Sigue pasando el auto en su estertor y las miradas cobran voces y remilgos, vuelve a pasar y ya ni nos podemos escuchar, todos queremos decir que odiamos el ruido y la ostentación, pero hasta este punto ya gritan las miradas y no cedemos a otras opiniones.

3. Estaba con su mujer en un restaurante de comida rápida en Bulerías. Prefirió hacerse afuera porque hacía calor. Ahí sentados pudieron ver cómo un grupo de indigentes improvisaba un cambuche para pasar la noche. La imagen lo conmovió. Cuando le llegó la comida decidió no terminarlo todo y dejarle un poco a alguno de ellos que seguramente estaba hambriento. «¿Querés un poquito de comida?», le dijo a uno de los que ya se habían acostado. «¿Comida?, eso no es comida, eso es sobraos», y se volteó para el otro lado… El hombre quedó perplejo. Todavía no lo ha podido entender.

4. Suelo ir a un restaurante a media cuadra de mi casa que se especializa en crepes. Aunque nunca hablo con el mesero o con el de la cocina, he aprendido a conocerlos un poco, más por la comida: pollo con champiñones es mi plato más común… Fue un lunes que llegué de la universidad y no quería cocinar. Estaba bueno el día para sentarse y leer un rato. Esta vez las cosas no fueron como esperaba que fueran. Desde adentro se oía una voz chillona exaltándose en intermitencias. Creo que era el cocinero. Alzaba la voz para referirse a una cuenta que no se pagó y a unos recargos descarados... Ese día no nos fue bien a ninguno de los dos. Aparte del bolsillo roto del cocinero, el crepe que tanto disfruto ese día me supo a recargos financieros y a números desaliñados.

5. —¿Saliste otra vez con ella?
—¡Pero que no salimos!, no te he dicho pues…
—No, no te creo: cada ocho días te encontrás con ella, eso me degiste, y no hacés nada… no, así no…
—Pero… ¿qué no podés creer? Simplemente nos encontramos y hablamos. Es que así fue que la conocí. Un día fui a La Raza, ¿te acordás?
—...en Palacé…
—Sí, sí… un día estaba aburrido y me fui pa’llá, pedí una cervecita y me senté en el bar, a pensar, y llegó esta nena y se me sentó al lado…
—A lo mejor es puta…
—No, no sé, es que no te digo que llegó de una y se puso a hablar, estaba como medio aburrida y nos quedamos hablando… Esa noche me fui al ratico y me dio por volver la otra semana, cuando llegué ella no estaba, pero igual me tomé la cervecita como para no perder la ida y volvió a caeme, y así…
—¿Y cuándo me la vas a presentar?
—Pues home… cuando la conozca…

miércoles, 28 de octubre de 2009

Y sólo pude decir:

Creí que podía decir algo para... Salirme un poco de todo esto. Y sólo pude decir:

Ella lee a Benedetti. La aconseja. Le habla sobre lo que yo quiero hacer. Porque si cuando él está solo dice nombres de mujeres, como buscando teñirse del rojo de esos labios, ése soy yo. Pero yo no sé cómo decirlo bien. Empiezo a juntar las palabras. Me gustaría agradarle. Van saliendo arbitrariamente, como debe ser. Sin ningún orden que nos diferencie. Pero ahí está el vacío, tanto que temía, y ya no sé qué puedo decir. Si digo: la noche, la noche…, se enredan otras cartas, otras caras que quiero igual y por ahí no hay camino, no hay donde pueda llegar. Quiero decir que… no conozco protocolos a estas artes. Tendría que ser ésa mi ventaja. Hablemos de lluvia, hay gotas en la baranda del balcón. Eso siempre le ayudó a los demás. Dalí escuchaba la lluvia y de repente pensó en su mujer. Yo pienso en el agua que cae aquí y que allá moja todas las ceras. Es la única continuidad que se me ocurre. La menos patética. No deberían preocuparme estas sombras de forma o contenido. Permanezco neutro. Pero estas cosas, como dice alguien que no recuerdo, no las hicieron para los inclasificables. No evoquemos gramáticas perfilando cartas de amor...

miércoles, 21 de octubre de 2009

...el otro infinito, como dice Kundera.



«Man knows he cannot embrace the universe with its suns and stars. Much more unbearable is for him to be condemned to lack the other infinitude, that infinitude near at hand, within reach. Tamina lacked the infinitude of her love, I lacked Papa, and all of us are lacking in our work because in pursuit of perfection we go toward the core of the matter but never quite get to it. That the infinitude of the exterior world escapes us we accept as natural. But we reproach ourselves until the end of our lives for lacking that other infinitude. We ponder the infinitude of the stars but are unconcerned about the infinitude our papa has within him.» —Milan Kundera
Los libros tienen lenguas dolorosas. Yo no sé por qué te lo digo a vos. También me podía quedar callado, pero la verdad es que era en vos en quien pensaba cuando leía esto. Que el hombre vive entre esos infinitos y le da lo mismo si lo infinitamente grande lo desborda, y mucho menos si lo entiende o no. Pero el infinito cercano, ése es el que nos cobra luego. Me acuerdo de lo que decía en facebook cuando le preguntaste algo a Amélie —bella, con sus huequitos en las mejillas y el crème-brûlée— y te dijo que “si prefieres vivir en un sueño y seguir siendo una jovencita introvertida, estás en todo tu derecho, ya que malograr tu vida es para todo ser humano un derecho inalienable”, y yo hice eco diciendo que te habían dado duro. Pues bien, el hombre de vidrio no se refería con sueño al sueño de los locos del tango, ése es demasiado bello para denigrarlo. Hablaba de esto, de olvidar que el infinito al alcance de la mano también lo necesitamos y si no vamos a darle los tres besos al soñador recolector de fotos rotas, qué nos va a pasar. A las estrellas les somos indiferentes y en la tierra no nos hicimos entender…
Te quería decir esto. Y que me vuelve mierda pensar en echarme en cara por el resto de mi vida no haber tenido el coraje de sacar la mano del buzo para buscar otra mano, el otro infinito…
Un abrazo infinito...

martes, 20 de octubre de 2009

Mosaico de lamentos renovables

1. A lo que se ve uno reducido... Tengo tantas ganas de verle la cara a alguien, tocarle el codo, burlarme de ellos, pero no hay nadie. A lo que nos vemos reducidos. Al recuerdo, al ruido... Por eso disfruto de los espacios en común, es lo único que lamento de haber dejado la religión a un lado. Me sentía tan bien rodeado de tanto fiel e infiel, de tanto crédulo a la moda. Es el problema de la soledad ociosa. Deben ser los apartamentos a la moderna, como se quejaba Soares.


Vivir en silencio y por el silencio.

2. Por qué está mal la humanidad, preguntémonos, asumiendo que esté mal. Es más fácil decir esto que echarse la culpa de todo. Uno solo con el dolor del mundo, eso es tarea de dioses, ni Atlas pudo: esas representaciones son sólo propaganda de la historia, hurras de ánimo para los perdedores. Y no es que esté mal la humanidad, es uno, siempre lo es así. La ciudad, los interiores amoblados, las universidades vacías. Siempre hay un problema. Lo buscas, lo necesitas. Porque de algunas forma adentro algo no anda bien. Porque de alguna forma no puedes estar bien. Te piden que te descompongas, que estés descolorido, cansado... A mí me toca admitirlo: no pude entender nada de esto.

3. ¿Qué les pasa a estos libros aquí? ¿Cuántas veces lo voy a tener que decir? Lo repito, pero aunque lo diga y me canse de hacerlo, parecen no captarlo ¿Qué necesitan mis libros para que me hablen una vez que cruzo la puerta? Un megáfono, una lupa, una botella entera de licor. Primero Céline, luego Cortázar, Kundera. Hablan y hablan en las paredes de ladrillos del centro. Hay que taparles la boca y hasta quieren cogerle la mano a mis queridas. Claro, tienen las motos y la gente murmurando a los lados. Bullen. Una vez escuchan el click de las llaves saliendo del bolsillo, quién los ve desfallecer sin aliento, quietos como moscas jugando al muerto ante la posibilidad de comida. No les interesa oír de lluvia, cansancio, calor. Con tal de ponerlos en mesitas metálicas donde se escuchen las músicas de afuera, con eso basta. Puedes aventurarte por la ciudad vieja —el Astor tiene muy buen café—, por los centros comerciales o vuelve a la Universidad. ¿Para qué volver a casa?, insinúan. Mirá que no hay imágenes donde entretenerte y siempre te están cerrando la puerta en la cara, mirá, es verdad. Y te envenenan. Tres páginas y empiezas a olvidar tu dirección, el número de ruta... Tienen razón los libros: primero fueron ellos que yo...

4. Dios, ¿por qué nos abandonas? Si nos quieres entre los elegidos, en Tu salvación, por lo menos danos alicientes para no morir de tedio en la promesa de Tu reino acaudalado. Envíanos ángeles de arequipe, emisarios de Tu santa sangre roja, Tu sangre que no ha de quedarnos mal nunca. Danos un poco más de vida en esta vida. Y unos cinco mandamientos menos. Te pido... unos cuantos vinos más... o si no, señálame el camino correcto a una tienda abierta a estas avanzadas horas de la noche.

5. Todos tienen algo serio que decir. Tienen corbatas para cruzar la calle. Son solemnes hasta en la cuchara de la sopa. En esto también parezco haberme perdido. Mis intereses van cotracorriente al flujo de las ideas relevantes, lo que verdaderamente importa, les oigo decir. Este yo tan minúsculo y tan poco usado no se eleva medio centímetro del suelo. El único consuelo que esperaba tener —lo presentí al abrir por primera vez los libros— era la subliminalidad de mis posibles textos, la magia inefable de mis dedos, mi literatura. ¿Qué más consuelo que un verso memorable, un poema de carne y música? Pero como el cuadro de mi vida debía ser completo, nunca dije nada memorable y la carne y la música siempre me fueron esquivas. Así, no pude ser serio porque mi carácter hablaba otras lenguas, y la posibilidad de reivindicarme ante mí —que se lee: ante los demás—, olvidé recogerla en una silla del bus, o por ventura, ese día no fui a clase. Entonces: que esto es un ridículo, que esto es un lamento, que esto es un divertimento de tontos incapaces de nada mejor, eso... eso ya lo sé...

viernes, 9 de octubre de 2009





Costumbres de un desesperado

Busca rasgos familiares en los extraños que pasan a su lado, esperando, tal vez, poder conversar un rato, compartir apreciaciones generales.


Entretengámonos con textos descriptivos. No pudo el café, la música, los libros, el cine… Estoy enfermo y las narices indispuestas no nos dejan pensar. Pero sí podemos mirar, recordar un poco. La mesa está a un costado del bulevar —nada que recuerde escenarios de Balzac—, unos cuantos textos lingüísticos para convencerse de algo, y este lápiz escéptico que quiere pero no. Si es viernes por la tarde y el viento vuelve fresca esta ciudad canicular, ¿por qué siguen todos ellos aquí, en una universidad cansada de no lograr ser del todo su nombre? Un lápiz tibio debe molestar tanto como una mujer indecisa, o al contrario. Las gentes pasan de derecha a izquierda… cada uno a su destino, para cada uno su salida. Si van a la derecha, les espera la setenta con sus ruidos, sus bares paridos de la misma idea, la pereza que es de todos después de retirar las llaves y cerrar la puerta. Pero hoy es viernes. En otras avenidas hay gente, hay alegría, hay alcohol y mil excusas para inundar los cuerpos, es viernes. Así son las ciudades tórridas —manteniendo que esta palabra guarde relación con trópico, tropel, torpor. Más nos vale salir por la puerta principal. ¿Y los que no tienen con quien salir hoy y esperan encontrar un sitio donde sentarse a leer libros que digan que está bien estar a solas, que todos lo estamos? Los que buscan un lugar de taciturno bohemio anacrónico, ojalá tengan los cajones llenos de vino: a embriagarse a domicilio. A menos de que sea discípulo de Baudelaire y sepa cómo poblar su soledad para poder ser él entre la multitud de los parques. Sólo describo, y ahora lo poco de café que había en el cartoncito rojo está en toda la mesa. Pero esto no habría de molestar a nadie más que a mí, y hace falta mucha más dedicación para sacudir un poco la senilidad de mi habitual indiferencia. Ya la mayoría empieza a pararse de sus sillas, caminan con sus fardos electrónicos hacia la entrada principal. Recuerdo una imagen de Munch, nunca supe su nombre. Es hora de parecerme a esos sujetos que tanto quiero y volver a casa, adiós. Me voy antes de ofender a los demás con esta quietud aparentemente tan sana.