1. A lo que se ve uno reducido... Tengo tantas ganas de verle la cara a alguien, tocarle el codo, burlarme de ellos, pero no hay nadie. A lo que nos vemos reducidos. Al recuerdo, al ruido... Por eso disfruto de los espacios en común, es lo único que lamento de haber dejado la religión a un lado. Me sentía tan bien rodeado de tanto fiel e infiel, de tanto crédulo a la moda. Es el problema de la soledad ociosa. Deben ser los apartamentos a la moderna, como se quejaba Soares.
2. Por qué está mal la humanidad, preguntémonos, asumiendo que esté mal. Es más fácil decir esto que echarse la culpa de todo. Uno solo con el dolor del mundo, eso es tarea de dioses, ni Atlas pudo: esas representaciones son sólo propaganda de la historia, hurras de ánimo para los perdedores. Y no es que esté mal la humanidad, es uno, siempre lo es así. La ciudad, los interiores amoblados, las universidades vacías. Siempre hay un problema. Lo buscas, lo necesitas. Porque de algunas forma adentro algo no anda bien. Porque de alguna forma no puedes estar bien. Te piden que te descompongas, que estés descolorido, cansado... A mí me toca admitirlo: no pude entender nada de esto.
3. ¿Qué les pasa a estos libros aquí? ¿Cuántas veces lo voy a tener que decir? Lo repito, pero aunque lo diga y me canse de hacerlo, parecen no captarlo ¿Qué necesitan mis libros para que me hablen una vez que cruzo la puerta? Un megáfono, una lupa, una botella entera de licor. Primero Céline, luego Cortázar, Kundera. Hablan y hablan en las paredes de ladrillos del centro. Hay que taparles la boca y hasta quieren cogerle la mano a mis queridas. Claro, tienen las motos y la gente murmurando a los lados. Bullen. Una vez escuchan el click de las llaves saliendo del bolsillo, quién los ve desfallecer sin aliento, quietos como moscas jugando al muerto ante la posibilidad de comida. No les interesa oír de lluvia, cansancio, calor. Con tal de ponerlos en mesitas metálicas donde se escuchen las músicas de afuera, con eso basta. Puedes aventurarte por la ciudad vieja —el Astor tiene muy buen café—, por los centros comerciales o vuelve a la Universidad. ¿Para qué volver a casa?, insinúan. Mirá que no hay imágenes donde entretenerte y siempre te están cerrando la puerta en la cara, mirá, es verdad. Y te envenenan. Tres páginas y empiezas a olvidar tu dirección, el número de ruta... Tienen razón los libros: primero fueron ellos que yo...
4. Dios, ¿por qué nos abandonas? Si nos quieres entre los elegidos, en Tu salvación, por lo menos danos alicientes para no morir de tedio en la promesa de Tu reino acaudalado. Envíanos ángeles de arequipe, emisarios de Tu santa sangre roja, Tu sangre que no ha de quedarnos mal nunca. Danos un poco más de vida en esta vida. Y unos cinco mandamientos menos. Te pido... unos cuantos vinos más... o si no, señálame el camino correcto a una tienda abierta a estas avanzadas horas de la noche.
5. Todos tienen algo serio que decir. Tienen corbatas para cruzar la calle. Son solemnes hasta en la cuchara de la sopa. En esto también parezco haberme perdido. Mis intereses van cotracorriente al flujo de las ideas relevantes, lo que verdaderamente importa, les oigo decir. Este yo tan minúsculo y tan poco usado no se eleva medio centímetro del suelo. El único consuelo que esperaba tener —lo presentí al abrir por primera vez los libros— era la subliminalidad de mis posibles textos, la magia inefable de mis dedos, mi literatura. ¿Qué más consuelo que un verso memorable, un poema de carne y música? Pero como el cuadro de mi vida debía ser completo, nunca dije nada memorable y la carne y la música siempre me fueron esquivas. Así, no pude ser serio porque mi carácter hablaba otras lenguas, y la posibilidad de reivindicarme ante mí —que se lee: ante los demás—, olvidé recogerla en una silla del bus, o por ventura, ese día no fui a clase. Entonces: que esto es un ridículo, que esto es un lamento, que esto es un divertimento de tontos incapaces de nada mejor, eso... eso ya lo sé...
Vivir en silencio y por el silencio.
2. Por qué está mal la humanidad, preguntémonos, asumiendo que esté mal. Es más fácil decir esto que echarse la culpa de todo. Uno solo con el dolor del mundo, eso es tarea de dioses, ni Atlas pudo: esas representaciones son sólo propaganda de la historia, hurras de ánimo para los perdedores. Y no es que esté mal la humanidad, es uno, siempre lo es así. La ciudad, los interiores amoblados, las universidades vacías. Siempre hay un problema. Lo buscas, lo necesitas. Porque de algunas forma adentro algo no anda bien. Porque de alguna forma no puedes estar bien. Te piden que te descompongas, que estés descolorido, cansado... A mí me toca admitirlo: no pude entender nada de esto.
3. ¿Qué les pasa a estos libros aquí? ¿Cuántas veces lo voy a tener que decir? Lo repito, pero aunque lo diga y me canse de hacerlo, parecen no captarlo ¿Qué necesitan mis libros para que me hablen una vez que cruzo la puerta? Un megáfono, una lupa, una botella entera de licor. Primero Céline, luego Cortázar, Kundera. Hablan y hablan en las paredes de ladrillos del centro. Hay que taparles la boca y hasta quieren cogerle la mano a mis queridas. Claro, tienen las motos y la gente murmurando a los lados. Bullen. Una vez escuchan el click de las llaves saliendo del bolsillo, quién los ve desfallecer sin aliento, quietos como moscas jugando al muerto ante la posibilidad de comida. No les interesa oír de lluvia, cansancio, calor. Con tal de ponerlos en mesitas metálicas donde se escuchen las músicas de afuera, con eso basta. Puedes aventurarte por la ciudad vieja —el Astor tiene muy buen café—, por los centros comerciales o vuelve a la Universidad. ¿Para qué volver a casa?, insinúan. Mirá que no hay imágenes donde entretenerte y siempre te están cerrando la puerta en la cara, mirá, es verdad. Y te envenenan. Tres páginas y empiezas a olvidar tu dirección, el número de ruta... Tienen razón los libros: primero fueron ellos que yo...
4. Dios, ¿por qué nos abandonas? Si nos quieres entre los elegidos, en Tu salvación, por lo menos danos alicientes para no morir de tedio en la promesa de Tu reino acaudalado. Envíanos ángeles de arequipe, emisarios de Tu santa sangre roja, Tu sangre que no ha de quedarnos mal nunca. Danos un poco más de vida en esta vida. Y unos cinco mandamientos menos. Te pido... unos cuantos vinos más... o si no, señálame el camino correcto a una tienda abierta a estas avanzadas horas de la noche.
5. Todos tienen algo serio que decir. Tienen corbatas para cruzar la calle. Son solemnes hasta en la cuchara de la sopa. En esto también parezco haberme perdido. Mis intereses van cotracorriente al flujo de las ideas relevantes, lo que verdaderamente importa, les oigo decir. Este yo tan minúsculo y tan poco usado no se eleva medio centímetro del suelo. El único consuelo que esperaba tener —lo presentí al abrir por primera vez los libros— era la subliminalidad de mis posibles textos, la magia inefable de mis dedos, mi literatura. ¿Qué más consuelo que un verso memorable, un poema de carne y música? Pero como el cuadro de mi vida debía ser completo, nunca dije nada memorable y la carne y la música siempre me fueron esquivas. Así, no pude ser serio porque mi carácter hablaba otras lenguas, y la posibilidad de reivindicarme ante mí —que se lee: ante los demás—, olvidé recogerla en una silla del bus, o por ventura, ese día no fui a clase. Entonces: que esto es un ridículo, que esto es un lamento, que esto es un divertimento de tontos incapaces de nada mejor, eso... eso ya lo sé...
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