El punto es que comenten; ustedes saben, queridos: es necesario...

viernes, 9 de octubre de 2009





Costumbres de un desesperado

Busca rasgos familiares en los extraños que pasan a su lado, esperando, tal vez, poder conversar un rato, compartir apreciaciones generales.


Entretengámonos con textos descriptivos. No pudo el café, la música, los libros, el cine… Estoy enfermo y las narices indispuestas no nos dejan pensar. Pero sí podemos mirar, recordar un poco. La mesa está a un costado del bulevar —nada que recuerde escenarios de Balzac—, unos cuantos textos lingüísticos para convencerse de algo, y este lápiz escéptico que quiere pero no. Si es viernes por la tarde y el viento vuelve fresca esta ciudad canicular, ¿por qué siguen todos ellos aquí, en una universidad cansada de no lograr ser del todo su nombre? Un lápiz tibio debe molestar tanto como una mujer indecisa, o al contrario. Las gentes pasan de derecha a izquierda… cada uno a su destino, para cada uno su salida. Si van a la derecha, les espera la setenta con sus ruidos, sus bares paridos de la misma idea, la pereza que es de todos después de retirar las llaves y cerrar la puerta. Pero hoy es viernes. En otras avenidas hay gente, hay alegría, hay alcohol y mil excusas para inundar los cuerpos, es viernes. Así son las ciudades tórridas —manteniendo que esta palabra guarde relación con trópico, tropel, torpor. Más nos vale salir por la puerta principal. ¿Y los que no tienen con quien salir hoy y esperan encontrar un sitio donde sentarse a leer libros que digan que está bien estar a solas, que todos lo estamos? Los que buscan un lugar de taciturno bohemio anacrónico, ojalá tengan los cajones llenos de vino: a embriagarse a domicilio. A menos de que sea discípulo de Baudelaire y sepa cómo poblar su soledad para poder ser él entre la multitud de los parques. Sólo describo, y ahora lo poco de café que había en el cartoncito rojo está en toda la mesa. Pero esto no habría de molestar a nadie más que a mí, y hace falta mucha más dedicación para sacudir un poco la senilidad de mi habitual indiferencia. Ya la mayoría empieza a pararse de sus sillas, caminan con sus fardos electrónicos hacia la entrada principal. Recuerdo una imagen de Munch, nunca supe su nombre. Es hora de parecerme a esos sujetos que tanto quiero y volver a casa, adiós. Me voy antes de ofender a los demás con esta quietud aparentemente tan sana.

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