El punto es que comenten; ustedes saben, queridos: es necesario...

domingo, 22 de febrero de 2009

Cómo jalarle el pelo al tiempo en Mendoza mientras esperás un omni para Santiago

Primero, y crucial, el agua. Buscar en la calle, en todas las calles, escarbar entre las aceras, el rastro del agua que corre en las acequias y seguirla, no importa adónde, no debe importar, simplemente seguirla dispuesto a toparse de repente con algo que huela a ciudad. Mientras fluís por la acera, hablar a ratos con el perro de la esquina en Corrientes, no hay ser más urbano que ese perro, conocedor de sombras y sobras. Y si te encontrás alguna, las palomas también te pueden guiar.

En Beltrán con Montecaseros, puedes escuchar un tango viejo, sólo necesitas disposición de piedra, de viajero que espera, de monumento que escucha. Y seguir el arroyo… Tal vez llegués al portón sublime, a la barandita, a la banca de parque donde podrás leer que en Mendoza se hacen buenos vinos —hay mucho lugar común y frase de cajón en los libros—, y a la puerta linda que se abre cuando los de adentro tiene que ir a trabajar. No hay mapa más completo que lo que el agua explica.

Ahora recuerdo, Lu, cuando me decías que no importa dónde vayas, siempre vas a encontrar Coca y pan. Tenías razón. Comé un poquito de pan y volvé a sentarte a leer en los libros de vino y mirá cómo entra la masa en ese fogón improvisado, qué sabor, muchas gracias señor… Entonces hablábamos de agua: ve con la corriente, contracorriente, nadie te va a parar. Háblale, ella ha vivido más que tú, o no, pero ha vivido. Y es importante no intentar entenderla.

En Mendoza también te puedes poner a pensar, hay muchas banquitas esperándote en el parque. Decir que estás aquí y luego será Santiago o Rosario o San Luis y que estar saltando el mapa como jugando golosa es casi un comportamiento de dioses. Hay cosas que se parecen tanto a estar feliz, aunque toda tu ropa esté sucia y no huelas a anuncio de Gautier en el día y mucho menos en la noche. Y tomá alguna foto. Cuando menos pensés, vas a notar que siguiendo el agua se te fue todo el tiempo, que a lo mejor el agua se lo llevó, y que las agujas se han posicionado al punto de salir corriendo para alcanzar el bus. Bon voyage...

domingo, 15 de febrero de 2009

La volonté du vent...


Estaba esperando que se acabara el café para poder poner el vasito de cartón en el suelo por si el viento quería llevárselo —que reclame él lo suyo que yo ya tengo lo mío—, y así poder decir, sin remordimiento ni censura: libertad. Y que cuando la gente vea el vasito en el suelo, tal vez en una esquina, no piense cuánta basura hay, si no: ¡qué libres que son!

La lluvia, a veces, sucede en el presente...


Llueve, y sólo tengo la parte trasera de un ticket de compra para decirlo. La lluvia tiene algo de soledad, de refugio bajo techo, de llamita a punto de apagarse. Y las calles están solas —si multitud fuera carne y no latas. Las calles están solas, sólo queda la basura en el borde de la acera, y el agua que vuelve a crear caminos, a borrar los pasos. Es como si no quisiéramos tocar el agua cuando nos hemos vestido, no tanto para nosotros como para los demás. Pensamos en libros, café recién servido con el humito en que se pierde la cara e, inevitablemente, en Jazz. Preferimos a Bioy Casares y la cafeína que andar por ahí bajo un techo guardándonos de la lluvia. Es mejor... La ciudad, cuando llueve, sueña con volver a un estado de niñez, íntima y casi ingenua.

Entonces, tras las paredes donde me guardo de la lluvia, donde escribo, se me acerca alguien y pregunta si llueve aún —como quien no se interesa si quiera en mirar. Le digo que sí, que todavía llueve y que las calles siguen mojadas. Me mira diciendo que no está bueno para salir todavía. Quizá habrá que desmentirlo y reiterarle que ni el cemento ni mucho menos la carne pierde ni solidez ni interés con un poco de agua y que la comida sigue igual de sabrosa y caliente llueva o no, aunque a lo mejor tenga razón: su ropa se ve bastante bien. Buenos Aires con lluvia se parece tanto a lo que estoy acostumbrado a ver cuando llueve en mi ciudad, mi pueblo.

Y afuera hay gente en el lobby del edificio de enfrente, unos alegres de encontrar donde guardarse del agua, otros no tanto. Miran con sorna o envidia a los que les dio lo mismo seguir caminando y mojarse porque tenían prisa, no tenían nada que perder o simplemente no había un paraguas a mano. Los carteles publicitarios con ese aire de resignación a la intemperie, de charco que se llena y se vacía con las llantas que se van en él...

Abren la puerta y entra alguien empapado. Tras recibir el mate recién cebado, casi visible tras el humo del agua del termo, cuenta su odisea, por qué se mojó habiendo tantos techos listos para parar el agua, para mantener el orden de sequía, sequedad, hidrofobia. ¿Por qué no esperaste a que escampara un poco? Ten una toalla, te va a hacer mal la ropa húmeda, y mirá el piso como ha quedado. El agua en casa fuera de su contexto habitual puede llegar a ser abominable, así que sécate.

Y no va a parar de llover, ¡qué puto día! Venir desde el otro lado del mundo para que llueva justamente cuando estoy aquí. No sé a qué se refería Borges cuando decía que la lluvia es una cosa que sin duda sucede en el pasado. La ciudad, cuando llueve, se cree inhabitable, como si corriera lava por las calles y las gotas fueran pirañas, o algo así. No sé si culparlos por refunfuñar tanto cuando yo plácidamente los hago víctimas de mi lápiz, o unirme al coro y repudiar el agua cuando mi tiempo aquí está a punto de acabarse, no sé... La lluvia le devuelve a la ciudad un hálito de estado natural, donde todas se ven iguales vistas desde distintos lentes.

Mirá esa hormiguita...


Irme del pueblo a leer y vivir solo. Es muy fácil decir estas cosas, y más cuando todavía no se paga por hablar. Vivir solo, leyendo Benedetti a tragos, tranquilo, con un poco de café, cine, vino y otro poquito más de Mario. Iluminar los recuerdos de ceniza con discos todavía vivos, solo, borracho, a veces alegre, a veces humano, y así. Salir a caminar entre la gente que no sospecha tu vida, y saludar los árboles y los pájaros y sentir ansias de volver a casa porque los árboles y los pájaros son presencias abrumadoras. Llegar a la silla con ganas de estar en ella, con unas ganas sinceras, buscándola... Estar solo para poder ejercer el derecho al recuerdo. Y cuando alguien se acerque en uno de esos paseos ocasionales y quiera compartir contigo al menos un guiño, que esa persona sepa de antemano que cada café tiene que ser un café tomado con sinceridad de árbol y cada canción se beba con alegría de pájaro y si en algún momento ya no lo soporta más —que es lo más normal, usual y humano que existe—, la renuncia también es un modo. Irse del pueblo a leer y sentarse en todos los bancos que encuentre, y abrazar todos los talles que alcance y las sonrisas y los gestos. Y tener conciencia de que no es el hecho de vivir solos lo que nos hará genuinos; si no, mirá esa hormiguita.

Decid cuando yo muera...


Igualmente no me van a leer. Dejo constancia de que en algún momento quise ser eterno, pero la palabra me pareció tan grande, tan inasible, tan mayúscula, que me dio sueño y me eché a dormir. Cuando llegue a la conclusión de que en algún rincón del esfuerzo hay placer, hay residuos de juego y baile, voy a ser grande: lo digo. Por ahora me quedo con mis bolitas de papel, y mis libros que nunca dicen nada... Por ahora les dejo mi salud, no hay mucho más que ofrecer.