Llueve, y sólo tengo la parte trasera de un ticket de compra para decirlo. La lluvia tiene algo de soledad, de refugio bajo techo, de llamita a punto de apagarse. Y las calles están solas —si multitud fuera carne y no latas. Las calles están solas, sólo queda la basura en el borde de la acera, y el agua que vuelve a crear caminos, a borrar los pasos. Es como si no quisiéramos tocar el agua cuando nos hemos vestido, no tanto para nosotros como para los demás. Pensamos en libros, café recién servido con el humito en que se pierde la cara e, inevitablemente, en Jazz. Preferimos a Bioy Casares y la cafeína que andar por ahí bajo un techo guardándonos de la lluvia. Es mejor... La ciudad, cuando llueve, sueña con volver a un estado de niñez, íntima y casi ingenua.
Entonces, tras las paredes donde me guardo de la lluvia, donde escribo, se me acerca alguien y pregunta si llueve aún —como quien no se interesa si quiera en mirar. Le digo que sí, que todavía llueve y que las calles siguen mojadas. Me mira diciendo que no está bueno para salir todavía. Quizá habrá que desmentirlo y reiterarle que ni el cemento ni mucho menos la carne pierde ni solidez ni interés con un poco de agua y que la comida sigue igual de sabrosa y caliente llueva o no, aunque a lo mejor tenga razón: su ropa se ve bastante bien. Buenos Aires con lluvia se parece tanto a lo que estoy acostumbrado a ver cuando llueve en mi ciudad, mi pueblo.
Y afuera hay gente en el lobby del edificio de enfrente, unos alegres de encontrar donde guardarse del agua, otros no tanto. Miran con sorna o envidia a los que les dio lo mismo seguir caminando y mojarse porque tenían prisa, no tenían nada que perder o simplemente no había un paraguas a mano. Los carteles publicitarios con ese aire de resignación a la intemperie, de charco que se llena y se vacía con las llantas que se van en él...
Abren la puerta y entra alguien empapado. Tras recibir el mate recién cebado, casi visible tras el humo del agua del termo, cuenta su odisea, por qué se mojó habiendo tantos techos listos para parar el agua, para mantener el orden de sequía, sequedad, hidrofobia. ¿Por qué no esperaste a que escampara un poco? Ten una toalla, te va a hacer mal la ropa húmeda, y mirá el piso como ha quedado. El agua en casa fuera de su contexto habitual puede llegar a ser abominable, así que sécate.
Y no va a parar de llover, ¡qué puto día! Venir desde el otro lado del mundo para que llueva justamente cuando estoy aquí. No sé a qué se refería Borges cuando decía que la lluvia es una cosa que sin duda sucede en el pasado. La ciudad, cuando llueve, se cree inhabitable, como si corriera lava por las calles y las gotas fueran pirañas, o algo así. No sé si culparlos por refunfuñar tanto cuando yo plácidamente los hago víctimas de mi lápiz, o unirme al coro y repudiar el agua cuando mi tiempo aquí está a punto de acabarse, no sé... La lluvia le devuelve a la ciudad un hálito de estado natural, donde todas se ven iguales vistas desde distintos lentes.
Entonces, tras las paredes donde me guardo de la lluvia, donde escribo, se me acerca alguien y pregunta si llueve aún —como quien no se interesa si quiera en mirar. Le digo que sí, que todavía llueve y que las calles siguen mojadas. Me mira diciendo que no está bueno para salir todavía. Quizá habrá que desmentirlo y reiterarle que ni el cemento ni mucho menos la carne pierde ni solidez ni interés con un poco de agua y que la comida sigue igual de sabrosa y caliente llueva o no, aunque a lo mejor tenga razón: su ropa se ve bastante bien. Buenos Aires con lluvia se parece tanto a lo que estoy acostumbrado a ver cuando llueve en mi ciudad, mi pueblo.
Y afuera hay gente en el lobby del edificio de enfrente, unos alegres de encontrar donde guardarse del agua, otros no tanto. Miran con sorna o envidia a los que les dio lo mismo seguir caminando y mojarse porque tenían prisa, no tenían nada que perder o simplemente no había un paraguas a mano. Los carteles publicitarios con ese aire de resignación a la intemperie, de charco que se llena y se vacía con las llantas que se van en él...
Abren la puerta y entra alguien empapado. Tras recibir el mate recién cebado, casi visible tras el humo del agua del termo, cuenta su odisea, por qué se mojó habiendo tantos techos listos para parar el agua, para mantener el orden de sequía, sequedad, hidrofobia. ¿Por qué no esperaste a que escampara un poco? Ten una toalla, te va a hacer mal la ropa húmeda, y mirá el piso como ha quedado. El agua en casa fuera de su contexto habitual puede llegar a ser abominable, así que sécate.
Y no va a parar de llover, ¡qué puto día! Venir desde el otro lado del mundo para que llueva justamente cuando estoy aquí. No sé a qué se refería Borges cuando decía que la lluvia es una cosa que sin duda sucede en el pasado. La ciudad, cuando llueve, se cree inhabitable, como si corriera lava por las calles y las gotas fueran pirañas, o algo así. No sé si culparlos por refunfuñar tanto cuando yo plácidamente los hago víctimas de mi lápiz, o unirme al coro y repudiar el agua cuando mi tiempo aquí está a punto de acabarse, no sé... La lluvia le devuelve a la ciudad un hálito de estado natural, donde todas se ven iguales vistas desde distintos lentes.
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