Irme del pueblo a leer y vivir solo. Es muy fácil decir estas cosas, y más cuando todavía no se paga por hablar. Vivir solo, leyendo Benedetti a tragos, tranquilo, con un poco de café, cine, vino y otro poquito más de Mario. Iluminar los recuerdos de ceniza con discos todavía vivos, solo, borracho, a veces alegre, a veces humano, y así. Salir a caminar entre la gente que no sospecha tu vida, y saludar los árboles y los pájaros y sentir ansias de volver a casa porque los árboles y los pájaros son presencias abrumadoras. Llegar a la silla con ganas de estar en ella, con unas ganas sinceras, buscándola... Estar solo para poder ejercer el derecho al recuerdo. Y cuando alguien se acerque en uno de esos paseos ocasionales y quiera compartir contigo al menos un guiño, que esa persona sepa de antemano que cada café tiene que ser un café tomado con sinceridad de árbol y cada canción se beba con alegría de pájaro y si en algún momento ya no lo soporta más —que es lo más normal, usual y humano que existe—, la renuncia también es un modo. Irse del pueblo a leer y sentarse en todos los bancos que encuentre, y abrazar todos los talles que alcance y las sonrisas y los gestos. Y tener conciencia de que no es el hecho de vivir solos lo que nos hará genuinos; si no, mirá esa hormiguita.
El punto es que comenten; ustedes saben, queridos: es necesario...
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