El punto es que comenten; ustedes saben, queridos: es necesario...

miércoles, 24 de noviembre de 2010

No me digas con quién andas...


No me sale nada. Cómo va a salir, lo que sea, de un recipiente vacío, si la gente cómoda, como los jugos quietos, se asienta y se daña por dentro. Anteriormente solía tener algo que decir e incluso simpatizaba con los taxistas. Es natural tener palabras para contar lo que uno ha visto y que guarda en la memoria. Pero póngale a un caballo a contar lo que hay en el camino de la carreta. No vio sino las líneas que lo separaban de los carros. Si los días lo cogen a uno siempre en la misma silla, del salón o de la casa, qué más vas a tener para decir sino que es pluriamarilla y fría por la mañana y te quedas corto. Ya usaste todos los sinónimos y no has dicho nada que valga la pena. Es el peligro que se corre al estar bien. Como cuando hacía calor en el bus, íbamos a la Beatífica y Lola no quiso abrir la ventana porque, sí tenía calor, pero afuera estaba lloviendo y no se podía mojar.

―¿Por qué?, le pregunté yo, un poco perdido en la situación de las miradas calladas, del caminar hacia el bus antes o después de ella, pero nunca al mismo paso, de no entender su cara cuando me hablaba y cuando no.

Dijo que desde pequeña a ella no le gustaba mojarse cuando estaba vestida, o que le habían ordenado qué era lo que a ella le tenía que gustar y no objetó porque era conveniente y así estaba bien. Sentía el estupor, como lo definen, primero porque quería agradarle a Lola sentada a mi lado, con su cara que me era conocida y me gustaba más mientras más cultural fuera el gusto. Nos habíamos besado y sus labios, un poco cómodos también, supieron dialogar modestamente con los míos. Tampoco entendía por qué no quería mojarse el brazo derecho, que estaba desnudo, si hacía calor adentro y a mí me era especialmente grato sentir el agua donde fuera y como.

Le comenté que en una hojita tenía anotadas siete líneas de un poema donde el autor parecía estar seguro de que la vida, como nos es dado vivirla, no le gustaba, pero sí le gustaba sentirla. Como quien dice que si el daño ya está hecho por qué no redimirlo consumiéndose en él, en todo lo que hay en él, escudriñando hasta que las uñas echen sangre y los dientes. Me sonrió diciendo, como quien dice…, “qué cosas”, con su cabeza levógira mirando las montañas que la tenían mareada.

Tenía sueño, me aburría y me cansaba la máscara, además inútil, que me puse, con ayuda de ella, en la cara. Pero no podía aburrirme. Algunos días atrás había inaugurado mis discusiones entre quién sabe quiénes adentro ―identificar quiénes son ha sido en los últimos días mi tarea― y me acusaba, también asustado, porque no anoté en mi teléfono tantos números de mujeres este año. Las canas de mi tío me alarmaron como su cabeza casi calva, los dedos de mis amigos. Me supe desactualizado. No abrí mucho los ojos y vi una noche a Lola sentada en la esquina izquierda y luego en la derecha del bar donde… Tenía una línea hermosa bajo los párpados. No hablaba mucho, por el primer encuentro, pensé muy concentrado en ella sin tocarla todavía. Y le escribí y la llamé y la senté a mi lado un miércoles de noche y tomamos agua de flor de Jamaica y fresas. Si me asustaba quedarme solo, había encontrado un bastón dulce y blando para parármele al tiempo y hablarle durito. Me prohibía abandonarla, no podía dejarla quieta sin antes solucionarnos parte de la vida.

No entendí nada cuando nos sentamos en el bus y ella no estuvo de acuerdo con que los tiquetes no vinieran numerados. Había proyectado un viaje que hubiera salido mejor si las sillas fueran separadas, en buses con destinos y horarios diferentes. ¿Por qué no aceptaba que llegamos a tiempo y encontramos, con suerte, el contacto de las manos y, ojalá, de las bocas? ¿Por qué no pueden evaporársele o deslizársele unas goticas en el brazo? Porque nos enseñaron con cartillitas morales y escapularios que hay que estar bien cueste lo que cueste, que es el don supremo e innegociable, que matamos para estar bien. Si algún día me reprocho, cúlpese a este apego a vivir bien, cómodamente, asentado y tranquilo, miope y estático hasta el musgo, ortodoxo oxidado.

Son incapaces de diferenciar la naturaleza de un argumento del brillo de una preferencia colectiva...

Abrió la boca para decir algo. Todos se le habían ido encima. Porque dijo que el título de un texto cualquiera en el mar ancho de los textos podía ser mejor. Hasta lo tacharon de traicionero de la lengua, incompetente que no ha pensado nada y ellos, vividos, comunes, ya lo sabían todo. "Mero show", pensaba sentado en el auditorio a la hora del almuerzo. Había ido con Sombreros, compañera de Hermenéutica, y no conocía a nadie. Al frente alguien había leído un texto casi hermoso y a Tano el título no le había parecido. La historia de un hombre perdido en la Guajira que buscaba una mujer para casarse ―así tocara pagarla―, tenía que ser El comprador de mujeres, a secas, y digo que es descaro. Yo he conocido horas oscuras a causa de las mujeres. Yo casi conozco a Albeiro, personaje indigno de su nombre, y llamarlo comprador de mujeres es eso, un descaro.

En el salón no había veinte personas, todos se reconocían y su interlocutor hablaba con cada uno de ellos en íntima segunda persona. Su fuerte eran los chistes. Por fuerte, mediocre. Tano había levantado la mano y conseguido la voz del foro. Preguntó al del frente y al autor del texto invitado si, por casualidad, no se les ocurrió a ellos, como a él, que una entidad biográfica como Albeiro, bajo el título propuesto, tendría que pasar por proxeneta o chulo, ¡sí!, así se riera el señor plateado de la derecha que hablaba bien e iteraba. O el motivo de la tremenda acción que había llevado a Albero a la Guajira merecía un trato tan falto de la pietá neorrealista. Explicó, adepto a la lógica del uno más uno es dos, que la semántica, fuente de información para los indecisos y los inspirados, dice: a los hombres de hoy el semantema comprar junto a mujer les connota tráfico sexual. Elías, el multinterlocutor, sonó una voz confiada que ya todos conocían:

―Evidentemente estás forzando los términos ―dijo, y confirmó mirando a los demás, como diciendo que el tema se había acabado, riéndose sin chiste. Tano no pidió permiso esta vez y, como había aprendido, interrumpió admitiendo primero, luego atacando.

―Un personaje como Albero... sí, suena mucho mejor así: Albero es el encuentro afortunado de circunstancias que lo hacen esencialmente riquísimo. El título sugiere que lo importante es que compra mujeres y, como lo han dicho otros, no es mujeres lo que compra, es una sola, una ―por supuesto que Tano sabía que eliminando el plural, el título se derrumbaría: El comprador de una mujer, eso no vende ni agua en Atacama. Al ver como los interlocutores ya no defendían una idea, en el sentido sistemático de los conceptos, sino una preferencia, Tano pensó que no era necesario molestar a nadie que gastara su mediodía comentando literatura… Ellos nunca han defendido la razón, válgales Dios. Les basta la poesía.

Resumen de noticias

My friend,

Haciendo uso de una expresión apta para los comienzos, nos debíamos hablar un poco porque estamos lejos, cada uno cultivando lo que le gusta —lo que conoce— y si nos quedamos quietos el uno en cuanto al otro, seguimos posponiendo la habladita, persiguiéndola sin alcanzarla en el tiempo. Procrastinando, una palabra tuya sin lugar a duda alguna. Quería hablar con vos y yo no sé hablar muy bien pero sí sé y adoro escribir: así también se aprieta el lazo que es el que une a la gente, como pa volvenos a querer. Resumen de noticias:

Con lo de cumplir años, y que el pelo se cae de la cabeza, por fin caigo en cuenta de lo que decías; estaba en el bar y sonaba Timing de Johansen. Se me vino una imagen que casi me dio risa, los muñequitos de Haring: uno amarillo sacaba las manos tratando de coger una caja que, por las líneas intencionales, sabía uno que iba con alguna velocidad. El muñeco se contorsionaba en posición de trote, sin correr todavía. El trasfondo del cuadro, con algunas asociaciones entre objetos figurativos o no, daba la impresión de ser el tiempo: un hombre tras el objeto de su deseo, sin lograr alcanzarlo, no muy preocupado sin embargo: no lo buscaba esforzándose en lo más mínimo, en el tiempo que le era dado vivir. Procrastinaba. Como la imagen me pareció patética y yo la reconocía, empecé a recordarme, en un pedazo cualquiera de papel, los acontecimientos que desearía buscar, para que acontezcan.

He pensado mucho en ustedes, en lo que andan haciendo, pero más en vos. Si bien es cierto que cada uno cree su punto de vista el único válido, he podido liberarme de esto y ver que estás realizando, con disciplina y un montón de queridura, el proyecto de un a vida digna. Y vas muy bien. Yo, que todavía no hago click del todo y que, como te contaré más tarde, estoy estacionado en un paradero oscuro, he tomado conciencia de la validez y mérito de tu modelo y me alegro y lo apruebo y lo admiro. Esa es la causa por la que hoy entiendo lo que me decías en el Portal de la capilla escuchando la canción de Johansen.

Y me ha caído perfecta con otra categoría de pensamiento casi relacionable con No-Procrastinating, algo que llaman automatismo y actualización. Lo vi en Thoreau, un gringo del XIX maravilloso, amigo íntimo de Emerson. Lo vi también en los rusos y su manera de abordar la literatura. El hombre, ya acostumbrado en su experiencia, en todas las actividades que realiza, automático en el discurrir de su vida, se pierde la verdadera esencia de todas las cosas porque no las mira, nunca las miró una primera vez sino que se apresuraba a llegar donde debía, sin más. La costumbre le dio el golpe final. Luego dicen que ven las cosas todos los santos días, lo que es falso según lo dicho. Lo que hay que hacer para evitar esto —ya lo supo la literatura— es actualizar el fenómeno que se percibe, desautomatizarlo, abrir los ojos a él. La vida, hecha de patrones, cíclica también, lo va volviendo a uno ciego a muchos acontecimientos que le parecían sin importancia; sólo es un parecer equivocado que el hombre acostumbrado mantiene por conveniencia con los principios de ser automático. Escribo para actualizar mi cariño hacia vos.

Con Emerson, un hombre grande, he estado últimamente, esporádicamente, buscando algo que me sirva de apoyo para fundamentarme porque, en inglés, going astray, aunque a veces me satisface, ya me convence de que puede ser peligroso luego. Todo por estar bien con la vida. Aunque uno no se da cuenta del todo, no se lamenta al despertar, yo sé que en algún momento me tuve que haber hundido sin darme cuenta, como le pasó a Hawthorne, otro gringo oscuro y genial que escribió The scarlet letter y murió en New Hampshire en una casa que visité durante un summer field-trip: “Me he recluido sin el menor propósito de hacerlo, sin la menor sospecha de que eso iba a ocurrir, Me he convertido en un prisionero, me he encerrado en un calabozo y ahora no encuentro la llave; y aunque estuviera abierta la puerta, casi me daría miedo salir”, le escribía a Longfellow, un amigo escritor. Yo me volví casi triste y muy inconstante, incapaz de ninguna actividad productiva, pocas creativas. Yo sé que pasó porque lo puedo identificar. La fortuna de saberlo es que ya es objeto de transformación, y ahí los fundamentos, y ahí esta carta. Como going astray necesita ser actualizado, en este caso reemplazado, me inclino a una decisión madura a la Lingüística, la otra cara de lo que estudio. De esto tenemos que seguir hablando.

Aquí ya es casi hora de irme para el bar. Ha sido un placer casi dialogar con vos porque estaba hablando conmigo mismo. Así te cuento cómo va la vida mía en latitudes sur, porque sólo a través del conocimiento, qué sé del otro, es que se le puede querer porque, ¿cómo se va a querer algo de los que nada se sabe? Espero saber de vos. También espero que las nenas vayan creciendo con alegría, que con vos al lao es seguro, y que la vida para ellas esté siendo y les sea grata. Te queremos mucho acá.

—Gustavo Ochoa

martes, 2 de noviembre de 2010

Como en las tardes frías de las tierras altas...

Tres monjas color beige vienen por la izquierda rezando lo que se reza a las cuatro de la tarde; la mujer de las botellas va y recoge sus botellas de día en los lugares de la noche. Hay una reunión casi metálica de nubes en los ventanales del edificio al frente. Mongo le soba las manos a J. que cinco minutos antes tomaba café conmigo en la misma mesa, antes de sentarme aquí. Las gafas gruesas de esta señora pequeña saben sólo de dios, es lo único que pueden saber. Cladia, digno ejemplo de su cuerpo, sabe, caminando todavía, que quiso a otro hermano mío en las noches de conocer el alcohol. Apuradas, lucen con frío sus falditas a cuadros las estudiantes y comen conos y a veces se ríen, como en las tardes frías de las tierras altas, como siempre, como casi siempre. Una familia con rasgos que desconozco: somos un poco la ciudad que no perdió la nostalgia triste de lo bucólico. Aquí adentro tomamos café todavía y siguen hablando, como todas las otras tardes, mientras juegan a tapar el sol las nubes, asomándolo entre reflejos y sombras. La profesora vieja, madre de mi generación, nos mira; se debe preguntar por qué no estoy trabajando o estudiando o seduciendo niñas que no sean sus hijas. Don Guillermo goza la música. Las cuerdas cubanas se le agradecen a Ráquel, en la barra. Un tipo mínimo, no por pequeño sino por anónimo, lleva de fardo al hombro un costal y sigue hacia abajo quién sabe adónde. Si fuera como todos a las seis podría decir que va al altar de la virgen, pero ni él es como todos ni son las seis todavía. La capilla no cierra las puertas esperando el tiempo de sus parroquianos. Mongo se va porque no hay café, aunque siempre tome agua aromática. La luz es débil en la pared blanca de la capilla y ya puedo mirar sin cerrar tanto los ojos: don Guillermo alza la voz, yo finjo estar interesado. Ráquel dio con una olla al suelo. Los periódicos no dicen nada y nos reímos de ella. El doctor Téllez baja a su casa, lleva un buzo azul, de lana. Se levantan los primeros vientos fríos de la tarde, como siempre, como casi siempre. Pasan de nuevo las gafas y su señora, a la comida. Sube igual el doctor Téllez. Las campanas de la capilla, como siempre siempre, activan sus cuerdas.