No me sale nada. Cómo va a salir, lo que sea, de un recipiente vacío, si la gente cómoda, como los jugos quietos, se asienta y se daña por dentro. Anteriormente solía tener algo que decir e incluso simpatizaba con los taxistas. Es natural tener palabras para contar lo que uno ha visto y que guarda en la memoria. Pero póngale a un caballo a contar lo que hay en el camino de la carreta. No vio sino las líneas que lo separaban de los carros. Si los días lo cogen a uno siempre en la misma silla, del salón o de la casa, qué más vas a tener para decir sino que es pluriamarilla y fría por la mañana y te quedas corto. Ya usaste todos los sinónimos y no has dicho nada que valga la pena. Es el peligro que se corre al estar bien. Como cuando hacía calor en el bus, íbamos a la Beatífica y Lola no quiso abrir la ventana porque, sí tenía calor, pero afuera estaba lloviendo y no se podía mojar.
―¿Por qué?, le pregunté yo, un poco perdido en la situación de las miradas calladas, del caminar hacia el bus antes o después de ella, pero nunca al mismo paso, de no entender su cara cuando me hablaba y cuando no.
Dijo que desde pequeña a ella no le gustaba mojarse cuando estaba vestida, o que le habían ordenado qué era lo que a ella le tenía que gustar y no objetó porque era conveniente y así estaba bien. Sentía el estupor, como lo definen, primero porque quería agradarle a Lola sentada a mi lado, con su cara que me era conocida y me gustaba más mientras más cultural fuera el gusto. Nos habíamos besado y sus labios, un poco cómodos también, supieron dialogar modestamente con los míos. Tampoco entendía por qué no quería mojarse el brazo derecho, que estaba desnudo, si hacía calor adentro y a mí me era especialmente grato sentir el agua donde fuera y como.
Le comenté que en una hojita tenía anotadas siete líneas de un poema donde el autor parecía estar seguro de que la vida, como nos es dado vivirla, no le gustaba, pero sí le gustaba sentirla. Como quien dice que si el daño ya está hecho por qué no redimirlo consumiéndose en él, en todo lo que hay en él, escudriñando hasta que las uñas echen sangre y los dientes. Me sonrió diciendo, como quien dice…, “qué cosas”, con su cabeza levógira mirando las montañas que la tenían mareada.
Tenía sueño, me aburría y me cansaba la máscara, además inútil, que me puse, con ayuda de ella, en la cara. Pero no podía aburrirme. Algunos días atrás había inaugurado mis discusiones entre quién sabe quiénes adentro ―identificar quiénes son ha sido en los últimos días mi tarea― y me acusaba, también asustado, porque no anoté en mi teléfono tantos números de mujeres este año. Las canas de mi tío me alarmaron como su cabeza casi calva, los dedos de mis amigos. Me supe desactualizado. No abrí mucho los ojos y vi una noche a Lola sentada en la esquina izquierda y luego en la derecha del bar donde… Tenía una línea hermosa bajo los párpados. No hablaba mucho, por el primer encuentro, pensé muy concentrado en ella sin tocarla todavía. Y le escribí y la llamé y la senté a mi lado un miércoles de noche y tomamos agua de flor de Jamaica y fresas. Si me asustaba quedarme solo, había encontrado un bastón dulce y blando para parármele al tiempo y hablarle durito. Me prohibía abandonarla, no podía dejarla quieta sin antes solucionarnos parte de la vida.
No entendí nada cuando nos sentamos en el bus y ella no estuvo de acuerdo con que los tiquetes no vinieran numerados. Había proyectado un viaje que hubiera salido mejor si las sillas fueran separadas, en buses con destinos y horarios diferentes. ¿Por qué no aceptaba que llegamos a tiempo y encontramos, con suerte, el contacto de las manos y, ojalá, de las bocas? ¿Por qué no pueden evaporársele o deslizársele unas goticas en el brazo? Porque nos enseñaron con cartillitas morales y escapularios que hay que estar bien cueste lo que cueste, que es el don supremo e innegociable, que matamos para estar bien. Si algún día me reprocho, cúlpese a este apego a vivir bien, cómodamente, asentado y tranquilo, miope y estático hasta el musgo, ortodoxo oxidado.
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