A veces prefiero el silencio, pero suenan las bocinas, el reloj al fondo recordando la hora, los días, y mi voz que contesta el teléfono o repite tras de mí lo que escriben los dedos. Como siempre, hace frío, y todo está quieto. Como si se hubieran ido todos lejos, desde hace tiempo. Yo sé que no, que todavía puedo salir a la calle y caminar un poco para encontrármelos a todos viviendo aún, que la comida me espera en la reserva del fridge, pero de alguna forma no lo sé, no lo quiero saber. La gente me recuerda que vive cuando pasan hablando afuera, tras la ventana, sin sospecharme. Y como llegan, así se van, ligeros, fantasmas que se lleva el frío, recuerdos que ya no recuerdo más. Pero no es lo único: hay tantas cosas que ya no recuerdo —cuánta hierba habrá crecido adentro—, ¿a dónde habrá ido a parar todo eso?
Pausa. No creo encontrar las palabras que quiero decir, no sé qué quiero decir. Si me ven sentado frente al brillo de la pantalla, con traje de luces en un living a contrallave… No es que me esté impidiendo el poder salir de aquí y enredarme en los rituales amatorios de las niñas que recién salen de misa con esas palabras tan limpias y oliendo a palosanto. Uno sigue sentado frente a las letras para averiguar todo eso que todavía no entiende ni en este cuerpo ni en lo que sale por la boca. Preguntando, de cara al abismo, y aun así no entiende, no va a entender. Por eso admiro a los señores laureados que, a pesar de sentirse tan raros no sabiendo nada, pudieron exprimirse de tal modo que su nombre vive impreso en los ladrillos de mi biblioteca. Y yo sigo sin entender. No me queda sino anhelar el silencio, sobre el ruido de los motores, los tacones ebrios, el flirteo del domingo y mi voz…
Por ahora no termino. Siempre estoy pensando en el final cuando ni siquiera sé bien lo que tengo al frente. Me llevo las manos al pecho como para decirle al corazón que le entendí, que sí: fue muy bello haber estado sentado ahí y ahora deseo volver a la misma mesa y pedir las mismas papas fritas y el jugo sin más sabor que el agua del hielo que se derrite... Cualquier esquina de ciudad conoce algo de mí.
Pausa. No creo encontrar las palabras que quiero decir, no sé qué quiero decir. Si me ven sentado frente al brillo de la pantalla, con traje de luces en un living a contrallave… No es que me esté impidiendo el poder salir de aquí y enredarme en los rituales amatorios de las niñas que recién salen de misa con esas palabras tan limpias y oliendo a palosanto. Uno sigue sentado frente a las letras para averiguar todo eso que todavía no entiende ni en este cuerpo ni en lo que sale por la boca. Preguntando, de cara al abismo, y aun así no entiende, no va a entender. Por eso admiro a los señores laureados que, a pesar de sentirse tan raros no sabiendo nada, pudieron exprimirse de tal modo que su nombre vive impreso en los ladrillos de mi biblioteca. Y yo sigo sin entender. No me queda sino anhelar el silencio, sobre el ruido de los motores, los tacones ebrios, el flirteo del domingo y mi voz…
Por ahora no termino. Siempre estoy pensando en el final cuando ni siquiera sé bien lo que tengo al frente. Me llevo las manos al pecho como para decirle al corazón que le entendí, que sí: fue muy bello haber estado sentado ahí y ahora deseo volver a la misma mesa y pedir las mismas papas fritas y el jugo sin más sabor que el agua del hielo que se derrite... Cualquier esquina de ciudad conoce algo de mí.
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