«Las moscas son las vengadoras de no sabemos qué; pero tú sabes que alguna vez te han perseguido y, en cuanto lo sabes, te perseguirán para siempre.» —Monterroso
Lo que sea con tal de no volver a casa. Partidos de fútbol, caídas de agua, conversaciones dislocadas e incoherentes. Todo, menos encerrarme en esas cárceles voluntarias. (Y si hay tiempo, mirar mi granito nihilista de arena) También puedo escribir y adornar un poquito esta mesa.
Ella tenía que leer y yo la miraba, por supuesto. Es más, cuando otros se arrimaban al micrófono, había que esforzarse por no mirarla, por alejarse y debatirse en esa tensión que siempre termina en su cara. Leía con esa ingenuidad idiota del que quiere la cosa… Y ahí, sobre ella, una mosca encontró donde pasearse. Monterroso se atreve a decir que hay tres temas y ellos son el amor, la muerte y las moscas. Algo parecido debió haberse imaginado para decir esto. Sostenía el libro en la mano izquierda, y en la otra el micrófono, leía. Movía la cabeza para espantar la mosca que no entendía. Cambió la página y siguió, yo me entretuve en su pelo y andaba ya lejos. Me fui por un momento… Nadie se dio cuenta de su error, ni ella, ni la mosca, ahora sentada en el libro, ni mucho menos yo. Cuando se corrigió, porque evidentemente se había saltado la página: al hablar de Artaud, el texto terminó envuelto en pudores y florecitas blancas, todos la miramos quizás igualmente apenados porque tampoco lo habíamos notado: al pasar la hoja, el mar no sufrió ningún cambio para mí. Las moscas muestran ser un gran tema; la nuestra, que volvía a sobrevolar su cabeza, le sirvió a ella de excusa por su descuido y a mí de leitmotiv para escribir esto, y no pensar. Y si ella no hubiese sentido la necesidad de reivindicarse, no se hubieran cerrado sus ojos al decir que tocaba una boca que se imaginaba, eso es seguro. Con la certeza de que ese día en algún lugar alguien también murió, me divierte ver cómo confirmamos, al pie de la letra, las palabras de Monterroso.
Las cosas hay que decirlas, ahora sí puedo volver a casa…
Ella tenía que leer y yo la miraba, por supuesto. Es más, cuando otros se arrimaban al micrófono, había que esforzarse por no mirarla, por alejarse y debatirse en esa tensión que siempre termina en su cara. Leía con esa ingenuidad idiota del que quiere la cosa… Y ahí, sobre ella, una mosca encontró donde pasearse. Monterroso se atreve a decir que hay tres temas y ellos son el amor, la muerte y las moscas. Algo parecido debió haberse imaginado para decir esto. Sostenía el libro en la mano izquierda, y en la otra el micrófono, leía. Movía la cabeza para espantar la mosca que no entendía. Cambió la página y siguió, yo me entretuve en su pelo y andaba ya lejos. Me fui por un momento… Nadie se dio cuenta de su error, ni ella, ni la mosca, ahora sentada en el libro, ni mucho menos yo. Cuando se corrigió, porque evidentemente se había saltado la página: al hablar de Artaud, el texto terminó envuelto en pudores y florecitas blancas, todos la miramos quizás igualmente apenados porque tampoco lo habíamos notado: al pasar la hoja, el mar no sufrió ningún cambio para mí. Las moscas muestran ser un gran tema; la nuestra, que volvía a sobrevolar su cabeza, le sirvió a ella de excusa por su descuido y a mí de leitmotiv para escribir esto, y no pensar. Y si ella no hubiese sentido la necesidad de reivindicarse, no se hubieran cerrado sus ojos al decir que tocaba una boca que se imaginaba, eso es seguro. Con la certeza de que ese día en algún lugar alguien también murió, me divierte ver cómo confirmamos, al pie de la letra, las palabras de Monterroso.
Las cosas hay que decirlas, ahora sí puedo volver a casa…
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