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miércoles, 29 de abril de 2009

A mi hermano, una carta...

PRESENCIA —QUIZÁ PALABRAS—, COMO TE DIJE ANTES. Quién se atreve a decir que es imposible estar con alguien sin verlo si muchas veces los cercanos son lo que más lejos están. Entonces que mi presencia se evidencie en estas palabras viejas. A ver, qué decimos para romper un poco el hielo, para despegar de a poquito e irme entrando en ese recoveco donde la gente siempre se siente bien, ese lugar sano donde deberíamos permanecer —que vivir fuera siempre estar bien. Empiezo a pensar un poco en ello y quisiera decir muchas cosas, todo atropellado y caótico, así como se piensa, pero necesito un poco de orden, on y va!

Desde aquí, un tintico ya a punto de morir, Miles gritando al fondo y los transeúntes tan normales, sigo escribiendo. Yo quisiera que la vida pasara así, escribiendo («Mientras me lo conceda el destino, seguiré fumando», dice Pessoa), mientras el destino me lo conceda, seguiré escribiendo, tratando. Y más bello aun porque sé adonde van a parar mis húmedas letras una vez que salgan de aquí, sea desde mis dedos, mi boca o esta mente perturbada, llegarán a vos, como se debe...

Pero lo más seguro es que no venimos a hablar de esto, ni de nada, es tan agradable saber lo inútiles que son las cosas. Porque sí, el hombre no sabe ser inútil, e ignora lo bien que se pasa. Yo sé que vas a sospechar de esto y con toda razón, pero tenés que darme el beneficio de la duda, por lo menos me voy explicando mientras se delira. Desde que aprendimos a actuar, se nos olvidó la forma más sencilla de soñar, de andar por la vida con flores sencillas que es como siempre se estiló. Ahora todo es muy complicado y ni los sueños ya nos reflejan. Por eso he decidido dejarlo escrito en mi testamento: mi renuncia al éxito porque, sinceramente, cuesta demasiado sacrificar una sonrisa por el guiño de otras tentativas. Estas lecturas calan hondo…

Todo esto se resume en vivir la vida, pero vivirla. Si habrá que volverse un vitalista sospechoso y perseguido, ¡que sea!, valdrá la pena y la alegría. «Escuchadme esta cosa tremenda: ¡HE VIVIDO!/ He vivido con alma, con sangre, con nervios, con músculos y voy al olvido», decía Barba, y ése sí que vivió con el pulso por siempre agitado y fue perseguido hasta estar apabullado en la cama muriéndose con un crucifijo en las manos. Hay que vivir, no sólo existir… Vivir porque la animaldad, dicen, ya la pasamos. Para que después de terminar la travesía uno pueda decir como el Porfirio: «Muda calma, temblor, melancolía. Todo el dolor y toda la alegría y nadie ha sido más feliz que yo», ahí está la meta, en esas cuantas palabras, después de sufrir a sangre los dolores obligados, poder decir ¡nadie ha sido más feliz que yo! Y si no se logra llegar hasta allá, por lo menos estar seguros de que no fue en vano esperar a que abriesen la puerta.

Me llega de repente esa perturbante imagen de estar tirado en el suelo, con la ropa rota, sucia y maloliente, embebido por la miseria, aunque no siempre tenga que ser física y obligada. Sin fuerza, el ímpetu marchito y, además, los que debieran tener la obligación samaritana de la mano presta, están cargando más peso en el lío que ya nos obligaron a cargar. Un cuadro cualquiera del señor caído o de un campesino atribulado:

«Hay golpes en la vida tan fuertes… Yo no sé!
Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,
la resaca de todo lo sufrido
se empozara en el alma… Yo no sé!»

dice César Vallejo, el compadre peruano. Más o menos un esbozo de ese «golpe tan fuerte» que yo tampoco sé. Un mero trazo para describir esa imagen del masazo de la furia del Dios que lo deja a uno atónito porque qué hice yo para merecer esto. Y es cierto: lentamente ponderando, tragando suavemente la situación, tragando con saliva arenosa, cavilando las imágenes, es ésta mi conclusión: ¿qué putas hizo él para merecer lo que a veces la gente persiste en darle? «Yo no sé!…». Y entonces pienso en esas palabras tan dulcemente resignadas y asimismo salvadoras: Dios aprieta pero no ahorca. ¿A quién o en qué creer, ah? La vida en ese maremágnum nos dará alguna pista. Yo por ahora sólo tengo estas palabras que algún día izaré como emblema y otras más de esos que ya algo dijeron, algo con inmenso valor para el espíritu, sólo belleza.

«Si pudiera morder la tierra entera
y sentir su sabor,
y si la tierra fuera algo para morder
sería más feliz un instante.
Pero no siempre quiero ser feliz.
Hace falta ser infeliz de vez en cuando
para poder ser natural.
No todo es días de sol
y la lluvia, cuando escasea, se pide.
Por eso tomo la infelicidad y la felicidad
con naturalidad, como quien no se extraña
de que haya montañas y llanuras,
y de que haya rocas y hierba.

Lo que sí hace falta es ser natural y calmo
en la felicidad o en la infelicidad,
sentir como quien mira,
pensar como quien anda,
y cuando ha de morirse, recordar que el día muere,
y que el poniente es hermoso y es hermosa la noche que queda…
Y que si es así, es porque es así.»
—Fernando Pessoa

Esta es mi tranquilidad: I, hereby, present it to you! Yo sé todos los contras que ella confiere, las grandilocuencias que se opondrán a su sencillez, pero qué puedo hacer, no tengo nada más, hay que agarrarse de donde se pueda. Y yo no tengo sino palabras. Es por eso que vengo cargando lo que soy en mi bolsito y en mi cuaderno, lo que soy y he sido lo llevo conmigo, omnia mea mecum porto. Entre todo esto, haciendo un vínculo al azar, me llega una pequeña historia que sin ningún afán de ilustrasión, experiencia ni ninguna otra pretensión, te paso. La historia del héroe de una de mis novelas predilectas quien en un lampo de fortuna es capaz de ver tras las nues la esencia de la vida. Es así como un día llega a conocerla:

Recordó Philip Carey el relato del rey oriental que quiso conocer la Historia de la Humanidad y llamó a un sabio para que hiciera la recopilación, éste aceptó la tarea y se fue a su lugar a emprender la labor. A los veinte años regresó al reino con quinientos volúmenes que resumían el devenir humano hasta entonces. El rey tan ocupado en los asuntos de Estado pensó que no tendría tiempo de leer tanta letra muerta, entonces le pidió al sabio que compendiara aún más su trabajo. El sabio estuvo de acuerdo y a los veinte años, viejo ya, volvió con cincuenta volúmenes, pero el rey estimó que a sus edad no llegaría nunca al fin de las páginas antes que se acabaran las suyas. Pidió al sabio de nuevo que se resumiera la Historia hecha. A los veinte años, decrépitos ambos, el sabio llegó al reino con un libro bajo su brazo. El rey, moribundo, reconoció que no podría leer el códice. Le pidió al sabio que sintetizara su trabajo en una línea. Resumiendo el Devenir Humano en una frase, mórbido y tenaz, el sabio dijo entonces: «El hombre nació…, sufrió… y murió»…

Un gran abrazo,


—Gustavo Ochoa
30 de agosto, 2008 Medellín

PS. «¡Ah! Llena la copa… ¿De qué nos sirve repetir que el tiempo se desliza bajo nuestros pies? ¿Por qué temblar ante el mañana que aún no ha nacido, o ante el tremendo ayer, si el hoy es dulce?» —O. Khayyam

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