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martes, 28 de abril de 2009

Des histoires mythologiques...




Bueno, digamos que tengo que decirlo, hagamos de cuenta. Hay un hombre sentado frente a una cantina de pueblo pequeño, de pueblo tranquilo con sus pasiones y obesiones inmensas. El hombre quiere entrar, hacer parte de ellos, los que ríen y cantan sin inmutarse por ser señalados en el sermón de misa de siete. Los mira con envidia, casi con rabia por no poder entrar, aunque se sabe con más dinero en el bolsillo que todos ellos juntos. Rabia de no poder rozarle las nalgas a todas las niñitas de vereda, pudorosas en su diablura.

Se para de la banquita, en el parque, y va a los lugares de siempre, donde tal vez lo extrañan el día que falta. Todo es tan normal, todos se tienen tanto las manos para no tocarle el muslo a la chiquita que te sirve el café. Parece que andan con un pedazo de tela en la boca para no decir que no quieren estar ahí, donde son bien vistos, prefierendo mil mundos más estar en la cantina del parque, en la barra campesina donde no tienen problema en enterrarte un puñal porque se perdió la candela. Pero están ahí, inmóviles, con el ceño fruncido, esperando que les digan que sí, felicitaciones por seguir el orden de los dormidos, sentado no donde quieres, sino donde te ves bien. El también se da cuenta. Se ve tan ridículo en la misma silla, con el café enfriándosele a la misma hora cuando la gente sube para llegar a misa. Pero, ¿qué más va a hacer? Así es muchísimo más fácil.

Paga el café, sigue por la calle Real, calle amplia, casi sin aceras, tiendas de tiendas y confetti, Palacios de reyes clérigos, calle de tontos. Va hacia al parque, no sabe adónde. El parque del domingo no es el mismo del miércoles. Si hubiera un rincón que no estubiera contaminado, que todavía se pudiera uno tirar al suelo y mirar pa arriba, sólo eso. Y más cuando en el medio del parque una mano sostiene una figura negra, alada, figura del poeta que viajó, vagó y sufrió. ¿De qué nos sirvió homenajear a Barba si seguimos con ese andar tan sincronizado y predecible? No había nadie mirando al cielo.

Cruza el parque, sigue caminando entre los borrachos que se escondían en las banquitas del laberinto de árboles y rejas, y se sienta otra vez frente a la cantina. Si pudiera, si tuviera un poquito de, cómo se llama eso: no tenerle miedo al dedo de la gente, o… seguir la vida mirando el verde y no la cuchilla, si tuviera algo de eso, entraría al lugar, pediría una copa, o un café, y empezaría a tocar nalgas, a escupir, a hacer amores con las perritas del Pinal que le harían buena cara, eso esperaba. Pero en este pueblo no hay espacio para locos ni cobardes, y él tenía claro que era más fácil seguir así, en lo mismo, que simplemente pararse y caminar. Siguió sentado en la banquita, ignorando que desde hacía rato empezaba a verse raro entre esa gente,que no era su gente, y hendiendo círculos a los que no pertenecía ni por apariencia ni domicilio.

Habría que pensar un poco más sobre esto, quizás escribir una novela que dijera que el pueblo donde vio la luz el poeta era un lugar corto, con muy poca alegría. Ya sabía que tampoco lo iba a hacer. Una vez llegara a la casa, no faltaría con quién hablar, estarían mostrando algo agradable en la televisión y a pesar de su biblioteca, se tiraría a la cama.

Al suponer cierto esto que digo, no sé si cometo un acto de rebeldía o crueldad, no sé. ¿Cuántos habrá por ahí andando, comprando papas fritas, o durmiendo su primera borrachera del domingo? Estoy seguro que los hay. Y si voy ahora mismo a la banquita ésa, y pregunto al que esté sentado por qué no se ha dignado a entrar, quizá me lleve una sorpresa. Los hay verdes y maduros, y los que imaginan, en una tarde de domingo, el mundito que habitan un poco más amplio y menos ajeno.

Sigue sentado, el hombre, moldeando su cuerpo al continente de la banca, pintando las imágenes de adentro en sus pupilas que seguían afuera. Espera ingenuamente que por algún azar, tome la decisión de entrar y ya, por una vez llegar a ser legítimo. Pero le da muchas vueltas al asunto: los del Portal en sus máscaras también ríen, y eventualmente lloran. El arte de justificarse, Pessoa, y su campo más verde para los que no están enamorados, los que no se distraen. Sigue hilvanando ideas de por qué debería entrar y sentir el rojo que quema sus mejillas, y luego el sentirse como uno de ellos, unos que brindan por la canción que acaba de sonar, sí nena, seguro que mañana te lo traigo, y la casa se vuelve más amena y llena de alegría. Pero siguió sentado y ya empuñaba las llaves de su casa: las noticias iban a empezar.

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