El punto es que comenten; ustedes saben, queridos: es necesario...

miércoles, 29 de abril de 2009

El amor, la muerte y las moscas...


«Las moscas son las vengadoras de no sabemos qué; pero tú sabes que alguna vez te han perseguido y, en cuanto lo sabes, te perseguirán para siempre.» —Monterroso



Lo que sea con tal de no volver a casa. Partidos de fútbol, caídas de agua, conversaciones dislocadas e incoherentes. Todo, menos encerrarme en esas cárceles voluntarias. (Y si hay tiempo, mirar mi granito nihilista de arena) También puedo escribir y adornar un poquito esta mesa.

Ella tenía que leer y yo la miraba, por supuesto. Es más, cuando otros se arrimaban al micrófono, había que esforzarse por no mirarla, por alejarse y debatirse en esa tensión que siempre termina en su cara. Leía con esa ingenuidad idiota del que quiere la cosa… Y ahí, sobre ella, una mosca encontró donde pasearse. Monterroso se atreve a decir que hay tres temas y ellos son el amor, la muerte y las moscas. Algo parecido debió haberse imaginado para decir esto. Sostenía el libro en la mano izquierda, y en la otra el micrófono, leía. Movía la cabeza para espantar la mosca que no entendía. Cambió la página y siguió, yo me entretuve en su pelo y andaba ya lejos. Me fui por un momento… Nadie se dio cuenta de su error, ni ella, ni la mosca, ahora sentada en el libro, ni mucho menos yo. Cuando se corrigió, porque evidentemente se había saltado la página: al hablar de Artaud, el texto terminó envuelto en pudores y florecitas blancas, todos la miramos quizás igualmente apenados porque tampoco lo habíamos notado: al pasar la hoja, el mar no sufrió ningún cambio para mí. Las moscas muestran ser un gran tema; la nuestra, que volvía a sobrevolar su cabeza, le sirvió a ella de excusa por su descuido y a mí de leitmotiv para escribir esto, y no pensar. Y si ella no hubiese sentido la necesidad de reivindicarse, no se hubieran cerrado sus ojos al decir que tocaba una boca que se imaginaba, eso es seguro. Con la certeza de que ese día en algún lugar alguien también murió, me divierte ver cómo confirmamos, al pie de la letra, las palabras de Monterroso.

Las cosas hay que decirlas, ahora sí puedo volver a casa…

Reírse de qué

Ella se ríe.
Reírse con ella imaginando cuadros de Warhol que a lo mejor nunca pintó.
Me río con ella.

Las tardes en Buenos Aires pueden llegar a ser oscuras también, eh… Un flashback de episodios de risas y palabras que no conocíamos; el acento del sur es una cuestión de golosinas. Lío no deja de hablar y la risa, qué risa…

Viamonte y Callao, café y un poquito de ausencia. Baires tiene la habilidad de darle al que la habita ese sentimiento porteño que se parece tanto a la tristeza, al paño vino tinto. Traigo a la luz del café nuestras tardes de historias prístinas, llenas de olvido; el acento del sur, Lío…

En un rincón de arena estará riéndose…
¿Será que sabe volar?

Durante el día asumí la actitud del pájaro que aprende a conocer el cielo, nada del otro mundo. Había tantas calles, tantas moscas y yo era muy pequeño. Caminaba, ves…

Entonces subía las escaleras que tanto tiempo atrás había aprendido a subir sin ningún manual, ni siquiera el decálogo de preocupaciones de mi madre. Y vos bajabas. Hasta en eso te adelantaste: en la huida, en el café quemado de la mañana, en no volverte a ver.

Y se reía porque en el aire había humo. Se miraba en el espejo inverso de mi cara y se meneaba ahí sentada, saliéndosele el alma como monedas por los bolsillos.

Pero el alma no se guarda en los pantalones: se lleva en la cara, debajo de los párpados y en la carta de identidad. Hoy, más que nunca, hay tantas caras como la suya andando por las calles de la ciudad. Creo estar pisando hojas en Montevideo…

Ella se ríe…
¿De qué me voy a reír ahora?

A mi hermano, una carta...

PRESENCIA —QUIZÁ PALABRAS—, COMO TE DIJE ANTES. Quién se atreve a decir que es imposible estar con alguien sin verlo si muchas veces los cercanos son lo que más lejos están. Entonces que mi presencia se evidencie en estas palabras viejas. A ver, qué decimos para romper un poco el hielo, para despegar de a poquito e irme entrando en ese recoveco donde la gente siempre se siente bien, ese lugar sano donde deberíamos permanecer —que vivir fuera siempre estar bien. Empiezo a pensar un poco en ello y quisiera decir muchas cosas, todo atropellado y caótico, así como se piensa, pero necesito un poco de orden, on y va!

Desde aquí, un tintico ya a punto de morir, Miles gritando al fondo y los transeúntes tan normales, sigo escribiendo. Yo quisiera que la vida pasara así, escribiendo («Mientras me lo conceda el destino, seguiré fumando», dice Pessoa), mientras el destino me lo conceda, seguiré escribiendo, tratando. Y más bello aun porque sé adonde van a parar mis húmedas letras una vez que salgan de aquí, sea desde mis dedos, mi boca o esta mente perturbada, llegarán a vos, como se debe...

Pero lo más seguro es que no venimos a hablar de esto, ni de nada, es tan agradable saber lo inútiles que son las cosas. Porque sí, el hombre no sabe ser inútil, e ignora lo bien que se pasa. Yo sé que vas a sospechar de esto y con toda razón, pero tenés que darme el beneficio de la duda, por lo menos me voy explicando mientras se delira. Desde que aprendimos a actuar, se nos olvidó la forma más sencilla de soñar, de andar por la vida con flores sencillas que es como siempre se estiló. Ahora todo es muy complicado y ni los sueños ya nos reflejan. Por eso he decidido dejarlo escrito en mi testamento: mi renuncia al éxito porque, sinceramente, cuesta demasiado sacrificar una sonrisa por el guiño de otras tentativas. Estas lecturas calan hondo…

Todo esto se resume en vivir la vida, pero vivirla. Si habrá que volverse un vitalista sospechoso y perseguido, ¡que sea!, valdrá la pena y la alegría. «Escuchadme esta cosa tremenda: ¡HE VIVIDO!/ He vivido con alma, con sangre, con nervios, con músculos y voy al olvido», decía Barba, y ése sí que vivió con el pulso por siempre agitado y fue perseguido hasta estar apabullado en la cama muriéndose con un crucifijo en las manos. Hay que vivir, no sólo existir… Vivir porque la animaldad, dicen, ya la pasamos. Para que después de terminar la travesía uno pueda decir como el Porfirio: «Muda calma, temblor, melancolía. Todo el dolor y toda la alegría y nadie ha sido más feliz que yo», ahí está la meta, en esas cuantas palabras, después de sufrir a sangre los dolores obligados, poder decir ¡nadie ha sido más feliz que yo! Y si no se logra llegar hasta allá, por lo menos estar seguros de que no fue en vano esperar a que abriesen la puerta.

Me llega de repente esa perturbante imagen de estar tirado en el suelo, con la ropa rota, sucia y maloliente, embebido por la miseria, aunque no siempre tenga que ser física y obligada. Sin fuerza, el ímpetu marchito y, además, los que debieran tener la obligación samaritana de la mano presta, están cargando más peso en el lío que ya nos obligaron a cargar. Un cuadro cualquiera del señor caído o de un campesino atribulado:

«Hay golpes en la vida tan fuertes… Yo no sé!
Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,
la resaca de todo lo sufrido
se empozara en el alma… Yo no sé!»

dice César Vallejo, el compadre peruano. Más o menos un esbozo de ese «golpe tan fuerte» que yo tampoco sé. Un mero trazo para describir esa imagen del masazo de la furia del Dios que lo deja a uno atónito porque qué hice yo para merecer esto. Y es cierto: lentamente ponderando, tragando suavemente la situación, tragando con saliva arenosa, cavilando las imágenes, es ésta mi conclusión: ¿qué putas hizo él para merecer lo que a veces la gente persiste en darle? «Yo no sé!…». Y entonces pienso en esas palabras tan dulcemente resignadas y asimismo salvadoras: Dios aprieta pero no ahorca. ¿A quién o en qué creer, ah? La vida en ese maremágnum nos dará alguna pista. Yo por ahora sólo tengo estas palabras que algún día izaré como emblema y otras más de esos que ya algo dijeron, algo con inmenso valor para el espíritu, sólo belleza.

«Si pudiera morder la tierra entera
y sentir su sabor,
y si la tierra fuera algo para morder
sería más feliz un instante.
Pero no siempre quiero ser feliz.
Hace falta ser infeliz de vez en cuando
para poder ser natural.
No todo es días de sol
y la lluvia, cuando escasea, se pide.
Por eso tomo la infelicidad y la felicidad
con naturalidad, como quien no se extraña
de que haya montañas y llanuras,
y de que haya rocas y hierba.

Lo que sí hace falta es ser natural y calmo
en la felicidad o en la infelicidad,
sentir como quien mira,
pensar como quien anda,
y cuando ha de morirse, recordar que el día muere,
y que el poniente es hermoso y es hermosa la noche que queda…
Y que si es así, es porque es así.»
—Fernando Pessoa

Esta es mi tranquilidad: I, hereby, present it to you! Yo sé todos los contras que ella confiere, las grandilocuencias que se opondrán a su sencillez, pero qué puedo hacer, no tengo nada más, hay que agarrarse de donde se pueda. Y yo no tengo sino palabras. Es por eso que vengo cargando lo que soy en mi bolsito y en mi cuaderno, lo que soy y he sido lo llevo conmigo, omnia mea mecum porto. Entre todo esto, haciendo un vínculo al azar, me llega una pequeña historia que sin ningún afán de ilustrasión, experiencia ni ninguna otra pretensión, te paso. La historia del héroe de una de mis novelas predilectas quien en un lampo de fortuna es capaz de ver tras las nues la esencia de la vida. Es así como un día llega a conocerla:

Recordó Philip Carey el relato del rey oriental que quiso conocer la Historia de la Humanidad y llamó a un sabio para que hiciera la recopilación, éste aceptó la tarea y se fue a su lugar a emprender la labor. A los veinte años regresó al reino con quinientos volúmenes que resumían el devenir humano hasta entonces. El rey tan ocupado en los asuntos de Estado pensó que no tendría tiempo de leer tanta letra muerta, entonces le pidió al sabio que compendiara aún más su trabajo. El sabio estuvo de acuerdo y a los veinte años, viejo ya, volvió con cincuenta volúmenes, pero el rey estimó que a sus edad no llegaría nunca al fin de las páginas antes que se acabaran las suyas. Pidió al sabio de nuevo que se resumiera la Historia hecha. A los veinte años, decrépitos ambos, el sabio llegó al reino con un libro bajo su brazo. El rey, moribundo, reconoció que no podría leer el códice. Le pidió al sabio que sintetizara su trabajo en una línea. Resumiendo el Devenir Humano en una frase, mórbido y tenaz, el sabio dijo entonces: «El hombre nació…, sufrió… y murió»…

Un gran abrazo,


—Gustavo Ochoa
30 de agosto, 2008 Medellín

PS. «¡Ah! Llena la copa… ¿De qué nos sirve repetir que el tiempo se desliza bajo nuestros pies? ¿Por qué temblar ante el mañana que aún no ha nacido, o ante el tremendo ayer, si el hoy es dulce?» —O. Khayyam

Fui creciendo un poco...

Hay tantos libros, pero yo no quiero leer. Y a veces falta tiempo para perderse en ellos, de ellos. Hoy no quiero saber sino de lluvia y asfalto, lo demás que continúe sin mí, hasta mañana. En la lluvia, o bajo ella, siempre soy el mismo, con esa humildad húmeda sobre la piel, pegada. Vistiéndome de los mismos recuerdos, bajo la lluvia, siempre tan lejos de ayer, los días que ya se pueden contar. Hacía calor en la casa, ¿te acuerdas?, y nos fuimos a caminar entre las piedras y el pantano, esquivándonos, saliéndose del camino para no mojarnos y quedar tan sucios, ¿y para qué? Parecíamos niños. Esos fueron otros días, no puedo decir mejores, más dulces, otros días. Hoy no llueve igual sobre nosotros, como si el agua también cambiara. Lavó mucha arena que se pegaba al pelo, somos otros ya. Aquí también llueve y pasan los carros. Las ceras se pintan de luces. En esa bulla no queda nada mío. ¡Cuántos niños habrán empezado a jugar! Pero ya no estoy bajo la barranquita al lado del camino, guardándome del agua y del granizo. Ahora que he crecido un poco, me ha tocado seguir adelante, pero a veces parece que voy hacia atrás…

martes, 28 de abril de 2009

Retrato de una niña por Oscar Kokoschka


Va a ser una noche oscura como otras, de sombras. Ya casi amanece, el sol escala las montañas encendiéndome la Tierra encima. ¿Qué habrá pasado abajo? El pan pudo haberse secado antes de salir del horno, el agua se quedó sin travesía, el hombre se habrá inventado una guerra porque las galletitas no tienen el mismo sabor, ¿quién sabe? Para qué crecer y llegar a la terrible conciencia de ser humano… para qué, sino para hacer parte de lo pequeño y de lo simple y presenciar su absoluta belleza. En el mundo está todo lo que el hombre ha logrado crear, tanta majestuosidad que no deja de asombrarnos, pero más hay en la roca que me raspa la mano e imprime esa piel contra la mía. Estas hojas, acaso no son también una muestra de ingenio y meditación, logros y fracaso… ¿Quién me imaginará, yo imaginándome? La polillita nocturna, parece ignorar que estoy aquí, vuela sin miedo de mí, como si no fuera suficiente alerta saber lo que niñas como yo le habrán hecho a polillas como ella. Cumple con su tarea que es volar, posarse de vez en cuando en una rama y reincorporarse con sus patitas al aire. Cuánto tenemos que aprender de estos cuerpos tan pequeños, ni siquiera sabemos qué es lo que debemos hacer. Nos inundamos en un río de equivocados. Los que deben tocar el tambor son aniquilados por estar usurpando oficios menores. Si estos supieran su deber y lo aceptaran, y el del monóculo se dedicara a él, todos actuaríamos con la naturalidad del vuelo de la polilla y la muerte no tendría eufemismos. En el cielo habrá una respuesta... Como ahora, uno no podría decir si el sol nace o muere, pareciera que la vida y la muerte se abrazan por un segundo. Las estrellas en el aire y el viento sopla todavía; a esta hora el hombre vuelve a ser hombre.

Des histoires mythologiques...




Bueno, digamos que tengo que decirlo, hagamos de cuenta. Hay un hombre sentado frente a una cantina de pueblo pequeño, de pueblo tranquilo con sus pasiones y obesiones inmensas. El hombre quiere entrar, hacer parte de ellos, los que ríen y cantan sin inmutarse por ser señalados en el sermón de misa de siete. Los mira con envidia, casi con rabia por no poder entrar, aunque se sabe con más dinero en el bolsillo que todos ellos juntos. Rabia de no poder rozarle las nalgas a todas las niñitas de vereda, pudorosas en su diablura.

Se para de la banquita, en el parque, y va a los lugares de siempre, donde tal vez lo extrañan el día que falta. Todo es tan normal, todos se tienen tanto las manos para no tocarle el muslo a la chiquita que te sirve el café. Parece que andan con un pedazo de tela en la boca para no decir que no quieren estar ahí, donde son bien vistos, prefierendo mil mundos más estar en la cantina del parque, en la barra campesina donde no tienen problema en enterrarte un puñal porque se perdió la candela. Pero están ahí, inmóviles, con el ceño fruncido, esperando que les digan que sí, felicitaciones por seguir el orden de los dormidos, sentado no donde quieres, sino donde te ves bien. El también se da cuenta. Se ve tan ridículo en la misma silla, con el café enfriándosele a la misma hora cuando la gente sube para llegar a misa. Pero, ¿qué más va a hacer? Así es muchísimo más fácil.

Paga el café, sigue por la calle Real, calle amplia, casi sin aceras, tiendas de tiendas y confetti, Palacios de reyes clérigos, calle de tontos. Va hacia al parque, no sabe adónde. El parque del domingo no es el mismo del miércoles. Si hubiera un rincón que no estubiera contaminado, que todavía se pudiera uno tirar al suelo y mirar pa arriba, sólo eso. Y más cuando en el medio del parque una mano sostiene una figura negra, alada, figura del poeta que viajó, vagó y sufrió. ¿De qué nos sirvió homenajear a Barba si seguimos con ese andar tan sincronizado y predecible? No había nadie mirando al cielo.

Cruza el parque, sigue caminando entre los borrachos que se escondían en las banquitas del laberinto de árboles y rejas, y se sienta otra vez frente a la cantina. Si pudiera, si tuviera un poquito de, cómo se llama eso: no tenerle miedo al dedo de la gente, o… seguir la vida mirando el verde y no la cuchilla, si tuviera algo de eso, entraría al lugar, pediría una copa, o un café, y empezaría a tocar nalgas, a escupir, a hacer amores con las perritas del Pinal que le harían buena cara, eso esperaba. Pero en este pueblo no hay espacio para locos ni cobardes, y él tenía claro que era más fácil seguir así, en lo mismo, que simplemente pararse y caminar. Siguió sentado en la banquita, ignorando que desde hacía rato empezaba a verse raro entre esa gente,que no era su gente, y hendiendo círculos a los que no pertenecía ni por apariencia ni domicilio.

Habría que pensar un poco más sobre esto, quizás escribir una novela que dijera que el pueblo donde vio la luz el poeta era un lugar corto, con muy poca alegría. Ya sabía que tampoco lo iba a hacer. Una vez llegara a la casa, no faltaría con quién hablar, estarían mostrando algo agradable en la televisión y a pesar de su biblioteca, se tiraría a la cama.

Al suponer cierto esto que digo, no sé si cometo un acto de rebeldía o crueldad, no sé. ¿Cuántos habrá por ahí andando, comprando papas fritas, o durmiendo su primera borrachera del domingo? Estoy seguro que los hay. Y si voy ahora mismo a la banquita ésa, y pregunto al que esté sentado por qué no se ha dignado a entrar, quizá me lleve una sorpresa. Los hay verdes y maduros, y los que imaginan, en una tarde de domingo, el mundito que habitan un poco más amplio y menos ajeno.

Sigue sentado, el hombre, moldeando su cuerpo al continente de la banca, pintando las imágenes de adentro en sus pupilas que seguían afuera. Espera ingenuamente que por algún azar, tome la decisión de entrar y ya, por una vez llegar a ser legítimo. Pero le da muchas vueltas al asunto: los del Portal en sus máscaras también ríen, y eventualmente lloran. El arte de justificarse, Pessoa, y su campo más verde para los que no están enamorados, los que no se distraen. Sigue hilvanando ideas de por qué debería entrar y sentir el rojo que quema sus mejillas, y luego el sentirse como uno de ellos, unos que brindan por la canción que acaba de sonar, sí nena, seguro que mañana te lo traigo, y la casa se vuelve más amena y llena de alegría. Pero siguió sentado y ya empuñaba las llaves de su casa: las noticias iban a empezar.

lunes, 27 de abril de 2009

Papitas fritas y onomatopeyas...

A veces prefiero el silencio, pero suenan las bocinas, el reloj al fondo recordando la hora, los días, y mi voz que contesta el teléfono o repite tras de mí lo que escriben los dedos. Como siempre, hace frío, y todo está quieto. Como si se hubieran ido todos lejos, desde hace tiempo. Yo sé que no, que todavía puedo salir a la calle y caminar un poco para encontrármelos a todos viviendo aún, que la comida me espera en la reserva del fridge, pero de alguna forma no lo sé, no lo quiero saber. La gente me recuerda que vive cuando pasan hablando afuera, tras la ventana, sin sospecharme. Y como llegan, así se van, ligeros, fantasmas que se lleva el frío, recuerdos que ya no recuerdo más. Pero no es lo único: hay tantas cosas que ya no recuerdo —cuánta hierba habrá crecido adentro—, ¿a dónde habrá ido a parar todo eso?

Pausa. No creo encontrar las palabras que quiero decir, no sé qué quiero decir. Si me ven sentado frente al brillo de la pantalla, con traje de luces en un living a contrallave… No es que me esté impidiendo el poder salir de aquí y enredarme en los rituales amatorios de las niñas que recién salen de misa con esas palabras tan limpias y oliendo a palosanto. Uno sigue sentado frente a las letras para averiguar todo eso que todavía no entiende ni en este cuerpo ni en lo que sale por la boca. Preguntando, de cara al abismo, y aun así no entiende, no va a entender. Por eso admiro a los señores laureados que, a pesar de sentirse tan raros no sabiendo nada, pudieron exprimirse de tal modo que su nombre vive impreso en los ladrillos de mi biblioteca. Y yo sigo sin entender. No me queda sino anhelar el silencio, sobre el ruido de los motores, los tacones ebrios, el flirteo del domingo y mi voz…

Por ahora no termino. Siempre estoy pensando en el final cuando ni siquiera sé bien lo que tengo al frente. Me llevo las manos al pecho como para decirle al corazón que le entendí, que sí: fue muy bello haber estado sentado ahí y ahora deseo volver a la misma mesa y pedir las mismas papas fritas y el jugo sin más sabor que el agua del hielo que se derrite... Cualquier esquina de ciudad conoce algo de mí.

domingo, 26 de abril de 2009

Que sea un saludo de más a todos, todos...


Cuán solo estaría, estando solo, sin mi música, sin el murmullo de los libros que descansan en los estantes de mi biblioteca. Y qué triste que tenga que decir que es mía: qué pensaría Lautrémont si supiera que su palabra se va muriendo en las letras de unas páginas inmóviles, mohosas, y que tiene dueño. Al final, para eso pensará el hombre, para que cuando haya muerto, si tuvo el descaro de dejar su nombre pasada la tumba, otro pueda hincharse de ego al decir que este volumen de Dickinson es mío, sin ella haber visto alguno. El hombre, qué animal… Pero no quiero tratar de entenderlo ni como carne, suspiro o camisa, no se puede con tanta humanidad junta. ¿Me vuelco hacia la filosofía… o hacia la fabricación de galletas dulces? El azúcar produce placer y ese crujir de pedacitos que caen en la mesa, o humedecerlas en el café, perfecto para acompañar una Introducción a la filosofía, o cualquier amargura más. Tantas cosas. Por eso hay que permanecer en casa de vez en cuando, tratar de entablar relación con estas paredes pintadas tan a la carrera, sin haberme consultado —probablemente porque no fui yo quien las pagó— y con colores que quieren siempre estar gritando, un bullicio de altercado y borrachera. No sé en qué piensan esas brochas al dejarse manchar así. (Escribí esta frase para poder luego borrarla con todo y ese punto indefenso, pero luego no podría divertirme al decir ésta…) Es difícil seguir hablando, escribir, y es quizá porque no sé a quién le hablo, como si tuviese que tener claro el rostro al que voy a pintar de saludos con estas letras, tan extraño, será por eso que nunca podré escribir bien, o escribir. Siempre tienen que estar las cejas bien delimitadas y el mentón sobresaliente porque si no, se me va yendo la e hacia la izquierda, tan molesto. U olvido algunos verbos... Por eso quiero imaginar que imagino a una de mis femmes, esas muchachitas con pantalones ajustados que sólo quieren que las quieran para ellas sonreír, sentirse objeto de deseo —aunque sea un pretendiente tan desgastado como yo— y sigan el camino pensándose novela romántica sin título o nereidas tercermundistas, con el respeto que se merecen. Es más fácil recordarlas a ellas, ¡qué trauma!, que al señor de la leche en mostradores de madera curtida, o al perro sin raza que patié borracho cuando prendido de cualquier muro intentaba llegar a casa. Decía de las muchachitas con coronita de oropel, que llegan encendidas, a veces incendio, a hacerme la vida chispitas mariposas, con guirnaldas de claveles (o cualquier flor, nunca supe bien cuál era cuál), y suspiro un poco, funciona para evitar estornudos. Hace frío. Pero las hay también que la memoria no tan herida, no tan curada, duelen con un dolor de agua fría. Ya ya… El tema se vuelve complicado, entonces el digitador, el demiurgo pandequesero, voltea la mirada, cambia el rumbo de la luz en el faro iluminando otras piedras, guiando el bergantín ingenuo hacia otras islas, en tierras donde sí se puede hablar. Qué sé yo, quiero decir que esto es un diario, una manera de poder decir, simplemente así. La lengua escrita demanda al hombre un esfuerzo, sacar un poquito más de lo que la naturaleza le dio y luego los lauros, la cena de conmemoración y tu nombre en el Real Diccionario, ah… Pero el esfuerzo, esa palabrita tan difícil de escalar, de cruzar sea con machete, escapulario o matafuegos, imposible. Uno empieza con balbuceos, tonterías que allá adentro ya conquistaron todo premio que Juanes nunca logró, aunque no se crea. Las palabras que no pudo la boca nunca construir, le salen por los dedos con esa magia de conejo blanco, con un orden —desorden para otros— que te hace temblar porque lo crees de una belleza con singnos de admiración. Pero, qué va… te la pasaste creyendo que fuiste grande, que ya te tenían lista tu invitación a decir el discurso de recepción del Nobel, y a García Márquez lo ibas a abrazar por el lado izquierdo, y las entrevistas las concederías sólo a ciertos canales, a otros no. Saboreando eternidad con encías de recién nacido, siempre con ese afán, con esas ganas de estar en la boca de todos para probar que a pesar del éxito, la Gloria que sólo está en otros cielos, apesar de todo eso, seguirías siendo el mismo. El mismo… nunca escuchaste a Whitman, ni a Baudelaire, ni a los árboles con esa elocuencia demente. Escribe, si lo que quieres hacer es eso, pues hazlo, pero primero, deshacete de las ideas de paraíso post-mortem que dizque da el haber sido mejor que otros, saca tu cara del balde con agua tibia, empezá por ahí. Y ponete a pensar en otras cosas, en la música, en las velas que te pusieron al frente para adornar y no pa prenderlas, en las lucideces que muy esporádicamente vas adquiriendo a pesar de tu somnolencia y de la pereza de carne que mantenés. Pensá en que por ventura todavía cae agua sobre la calle afuera. La música, pensá en lo bien que te hace poder bañarte en el jugo dorado de la trompeta sin haber pagado más que dinero, qué fortuna. Que saltás de Brassens a Coltrane, y Vivaldi y Waits, y nadie te dice que sos educado, o culto, o sinvergüenza, porque mantenés tus búsquedas en secreto como un vicio mal visto, como un onanismo fonético. Los periplos de cuerdas, cueros, el viento ululante y las lenguas retorciénode en el grito. Cómo puede no gustar esa percusión tímida del Jazz, como queriendo decir las cosas a medias porque guardándose el resto a lo mejor querás volver y averiguar, como otra muchachita pudorosa de pantalones apretados, otra vela que no se deja prender. No sé qué más decirle al mundo, al mundo que no quiere saber de mí. A mí no me suena tan bien como a la señorita, debe de ser que ella sabía más en esa soledad de jardín monástico, estúpido. El mundo querrá saber alguna cosa de mí, ya que probablemente no va a tener ningún testimonio genético de mi parte, qué dramático. Hoy quiero dejar bien claro mis convicciones para saber dónde voy a estar mañana. Para reírme de mis modismos de niño afrancesado en mi vejez, en mis años de haber libado placeres tan sórdidos como humanos, y me importe poco que caiga sobre mi silueta la flecha del dedo penitenciaro. No tendré hijos, está bien… Discúlpenme los que, por culpa mía, vengan al mundo mañana, con todo respeto: no fue mi intención. Entenderán, espero, que nunca leí las bitácoras de don Casanova y el arte de las mujeres lo asumí muy tarde y si por algún azar —tampoco ahora lo quiero comprender— una piel se me extiende en esa sensual y sencilla escases de máscaras, no voy a impedir que se agriete mi piel sin el contacto, el deslizamiento de paisajes, el uno sobre el otro. No, esta vez no seré tan cristiano, ni moralista ni vitalista depreso. Y a lo mejor la luz vendrá en el brillo de unos ojos que les tocó llegar llorando a esta casa, con este apellido y si es tanto el infortunio, con estos vicios: perdonadme, no fue mi intención. Y si de algo sirve: ahí están mis libros sin leer, vírgenes de asombros y manchas de lápiz, también mis discos rayados y mis gafas que alguna cosa vieron, nada más. No será el mejor comienzo, pero dejo los cajones del nochero de la última pieza llenos de consejos y canciones para pasar por la vida, sino desenterado, por lo menos un poco con la vista puesta sobre lo verde, lo poquito edénico que nos queda aún. Hágase uso de ello. Y también voy a tener que pedir disculpas a los entendidos del arte de gravar letras en el lienzo en blanco por conocer exclusivamente la narrativa en primera persona, yo. Sé que van a leerme, lo sé, no pretendo engañarme, y también entiendo que querrán de mí más que diferenciar una ese de una ce, sino entablar todo tipo de conversación, hundir mis manos, mi boca, si es preciso el último músculo de mis ojos, en tanta mierda que puedan ustedes decir que conozco la cosa y sólo así puedo hablar de ella. Lamento tanto, desde ahora, saber que habrá tantos decepcionados. Que volverán a la ilusión del café de la tarde, del periódico aciago de la mañana, lanzando una mirada triste sobre la imagen de este niño que nunca aprendió a hacer nada bien. A ustedes que quisieron ver en mí la última luz, disculpad, soy simple y llano como no son mis paisajes, soy el hijo de un abrazo partido y eso no me hace nada especial, no tengo lágrimas grandilocuentes y si las tuviera, tengan por seguro que me las reservaría. No puedo decirles nada que no conozcan, primero porque no he estado en lugares inhóspitos ni en cuerpo, ni en espíritu, ni en uñas, y mi lengua no alcanza para tanto. No quiero hacerles perder el tiempo, lo poco que tienen, ni su esperanza, la necesitan para largo. Sólo tengo para ustedes un guiño con mi sombrero en la mano, sin tener sombrero, y una infinidad de gestos ingenuos con los cuales compartir mi condición sin adjetivos, tanto quiero que les sea suficiente, y amable…

Tocará hacerse a la idea…


Habría que quejarse y decir que, en definitiva, todo es tan ajeno. Que sólo por ser indolente, el mundo sigue girando y no sirven de nada los gestos amables o los libros. Seguirá siendo todo igual a pesar de mi misantrópica camisa azul, a pesar de mi sorna, el jazz y las mesitas que están todas ocupadas. Hace falta empeñarse en afilar las uñas de cara al recuerdo para poder seguir, como la pelota azul, girando, sonriendo, pintándose de obsesiones. Llenarse de excusas. Abrazar la idea de que el del problema no eres tú, aunque no puedes estar seguro, el mundo se cansó de tener la razón. Que la Tierra nos hizo estúpidos como venganza, para no herirla tanto, pero olvidó la obstinación, la habilidad del hombre en mejorar sus facultades destructivas, de autoaniquilamiento armónico, ah… Hacerse a la idea de nuestro error.

jueves, 23 de abril de 2009

En una noche de solo juego


Y si en aquella esquina del Bellavista, antes de comprar los posters que luego dejaría en un taxi en Córdoba, me hubiese encontrado con quien saborear la noche en el bar de Blues, y pudiese decir todo esto sin trastabillar. La cerveza tendría un reflejo en la mesa. No habrían libros estorbando entre las servilletas y los platos, sino guías de exhibiciones y películas, como tratando de organizar, de pintar con orden y lógica el tiempo que no tendría más igual que ese instante, sentados en esa mesa y listos a abandonarse en algún lugar sin fijarse en los afiches en la acera. Bellas Artes, jardines botánicos, El Biógrafo y paseos peatonales. Habría que contar chistes para verla reír con esa superposición de líneas en los labios, mirando hacia las paredes blancas del lado, buscando un árbol o una de esas planticas que insisten en vivir entre el cemento. Uno que otro déjà-vu para mostrarse interesado, y pediría que siguieran caminando por la Alameda hasta no llegar a ningún lado y tuviesen que regresar a casa porque mañana había estudio, o trabajo o viajes que no se pueden posponer y ya es tarde, recuerda. Pasan otra vez sobre los grafitis tontos, los palos de primavera lenta, los rotarios que no se dejan cruzar, las miradas en las aceras del frente. Camino a casa, al hostelcito, la ciudad andaría sola con esas plazas y calles abiertas para pasearse de la mano de nadie. Tan sólo esperando con los ojos puestos en la luz roja del semáforo que este sueño tuviese un impacto en la realidad paralela de los buses, los postes de la ciudad, y que al terminar de cruzar esta avenida, en la esquina donde estuvo pensándolo, la encontrara; confundida, como perdida entre la gente porque no sabe la dirección, la hora, sin sospechar qué busca. ¿Te gusta el Blues?, conozco un buen lugar por aquí cerca, claro claro, sin notarse ya el rojo tiñéndole la cara.