Valentina Sombreros,
“La desolación esencial de sus fútiles andanzas.” ―Conrad
Intro.
Darío Jaramillo, a quien conozco por medio de otros ojos que lo han visto, por el mismo medio que he conocido a Piazzolla, a Jakobson, le escribió una carta a su amigo en forma de libro poco interesante, para hablar con mi verdad. El destinatario de una correspondencia versada en misterios del oriente resulta ser un narratario bastante interesante. Hablan de un acontecimiento lógico paradójico, la muerte de Alex, un amigo colombiano, creo, bien ficticio o real, con una letra final que lo actualiza y lo adorna, Alec. No valía la pena gastarle esa nochecita en el Portal, al lado de Bucósqui, a un compendio de intentos que no me eran especialmente atractivos, sin embargo, y todo libro, por más parecido a A. F. que sea, tiene algo que dejar al que desea dejarlo, así sea poco el tono de la portada; me mostró un modelo. No soy diestro en estas modalidades homéricas del arte pero estoy casi convencido de que mi combinación particular puede ser tan válida como la de Mann porque ninguna Montaña mágica se parece a estos cuerpos con secreto de piedra en los que ando los viernes que llueven, todos los días.
Misiva a Valentina Sombreros, mujer con aires de Burton.
O sea, vestuario de arlequín, a retazos, como ven los ojos del hombre, como el borde de cada una de mis uñas: siempre me gustó tu nombre. Se parecía a algo que yo conocía adentro, porque también puede ser que, como dice por ahí en Niebla Unamuno, uno nunca ama lo que no ha conocido antes, haciendo un truque de sentido ―lo que nos pone en la misma dirección: sentido― along with otro sintáctico, así como hizo Twain con el no dejes para mañana lo que puedes hacer hoy ―máxima antiprocrastinástica― diciendo: no dejes para mañana lo que puedes hacer pasado mañana, y aun mejor: no dejes para mañana lo que puedes hacer la semana entrante, lo dijo Daniel y yo revolvía la vainilla…
Mirá que no pude esperar. Necesitaba un oído que hablara, y no lo sabía: me delató la urgencia, la fluidez... Mirá que yo a veces no creo en lo que digo porque siento desde adentro que lo que suena afuera es una postura, una forma de segunda vida como la Gúrov y, así como el de La dama del perrito, la segunda vida, que es la social, la perceptible, casi siempre la otra parte del diálogo, es un compendio de actitudes artificiales en aras de ser aceptado y no herir a nadie con tus singularidades, camuflaje para no lidiar con la pasión de nadie… La primera, según un criterio mío moral, es privada y en ella uno vive lo que realmente tiene alguna importancia porque intuye ahí el verdadero cuento. Mi segunda vida es ilegítima. No ha sido justificada antes los demás. Esto me hace imperfectamente semejante a ellos, y se cree en contra mía. Desconozco la forma de llevar máscaras according-fashion. No sé. Y con vos, Sombreros, no obliga teatralizar una segunda forma de estar vivos, llamémoslo sin raíces griegas pielamente, sino que quítate el antifaz chico que hace rato me quité el mío…
Ah Vaneshka, que el corazón esté oprimido es una hermosa expresión. Imaginate coger un corazón como una esponja, exprimiendo sangre de los ventrículos, derramándola en el lavaplatos. Ahora imaginátelo donde siempre está, emanando fluidos calientes dentro de las costillas, obligándolo a que sea él pero con un tremendo esfuerzo, poniéndole piedritas en la mecánica de sus funciones. Debe ser por eso que es tan difícil sentir el corazón oprimido cuando se va una mujer insatisfecha. La puerta se queda cerrada. Y así se quedará hasta que uno salga corriendo porque el recuerdo es como una marca que alarma y, como a veces soy poeta, me duele entender solamente un significado ―que en sí me es doloroso― de ese hecho sensible, cuando hay en él mil, innúmeros, decía Emerson, y esa puerta quieta sólo, solo solo me dice una cosa: una mujer…
Las cartas son elocuentes y perspicuas. Las noches en vela… Amabas me hicieron entender que el problema es que no sepa, no pueda comportarte comme il-faut, y ninguna otra cosa. Hay presupuestos antes de... Si el problema se sitúa en la incapacidad de uno de esos presupuestos, no saber hacer, la cuestión es humanamente solucionable. Se trata de una función, “saber hacer”. El hombre normal está en la capacidad física, fisiológica de realizar casi todas las actividades del hombre ideal, un poco menos en la esfera psicológica amén de algunos trastornos sociales muy comunes, pero existe una gran posibilidad de que el hombre se ejercite en cualquier función y hasta llegue a amaestrarla. Entonces, una vez activo en todos los presupuestos ―después de haberme confrontado a mí y al otro, envés de mi experiencia humana―, el problema de la existencia me será salvado, según la fantasmagoría de Fromm.
Dos.
O hablemos, mi querida anacrónica, mi fueradelugar, sobre la falta de confianza en la estabilidad de este tronco vertical, sondeemos obscuridades. La vida está pendiente; la gran vida, que llaman Tierra o dios, brinda la posibilidad de vivir a… cualquiera, no importa a quién, es una cuestión del azar y los suelta en la superficie física de su cuerpo. Sigue pendiente. Cuando ve que una de las vidas actúa en desacuerdo con ella ―uno lo sabe por algo que se transmite en la carne y no es ADN―, se lamenta por algunas que nacieron muertas, por otras experimenta algo parecido al vaho del café en la brisa fría del invierno. Le alegra ver vidas que suben y bajan, que cargan grandes tristezas porque ese punto diminuto de energía actúa y sabe qué son las cosas de la Tierra. En cambio, el estático ignora su espacio. Sólo puede salvarse si la sensibilidad lo ha contaminado. Cuando la vida habla, y con la vida me refiero a todo tipo de vida que es una, uno escucha: es la forma de conciencia más austera. Uno escucha y se tiene que tener parado, aplastado en posición de estípite, permanecer así la mayor parte de los años de la vida, trasladándose levemente, fútilmente, sus actividades son bagatelas que no trascienden este pavimento y al morir les llega la angustia, olvidan que el día muere y el poniente es hermoso. Quedan en la memoria sólo por los hijos que pudieron mantener en vida, por nada más. Los hechos de su vida fueron inútiles. En el marco de la puerta que está en caída hacia lo oscuro un hijo no sirve de nada. Una generación más, es todo.
Tres.
Trasládome, con esta tau, adentro. Pongamos el foco en mi primera persona. Darse cuenta del tiempo, que es una impresión fuerte, puede dar con cualquier vida al suelo, impotente, insana como la gente que enloquece a causa de diablos y de yerbas. Sufrí un pequeño derrumbe en geotropismo positivo, más abajo aún ―dando tumbos inframundo―, pero ya estoy casi parado. Hay que saber que sólo se sube escalando o por medio de la asunción, como María al cielo, actuando. Se necesita un verbo acción, todo tipo de actividad es ya un poquito más arriba. Para Tóteles, toda actividad era un movimieno del ser hacia su estado de perfección que llamaba entelequia. Yo por ahora no busco la perfección, solamente salir de aquí, es todo.
Les aprendo a los grandes a cucharaditas, como comiendo compota, los saboreo inmensamente y no me vuelvo a acordar. Primero dicen que relatamos acontecimientos ―que son más que sucesos― que están en el tiempo, en la experiencia temporal, con la intención de delimitarlos en un texto, saber qué son y organizarlos, explicarlos. Luego dicen que no se puede porque “es imposible comunicar la sensación de vida de una época determinada de la propia existencia, lo que constituye su verdad, su sentido, sus sutil y penetrante esencia. Es imposible. Vivimos como soñamos… solos.” Yo comulgo entre los dos con el poeta: es imposible a veces contar, según una lógica cuidada, lo que nos pasa, mis acontecimientos, me los recuerde o imagine, en un modelo de intriga totélico, yo tengo mis formas de decir. Tóteles, como máquina que era, sí pensó ampliamente al hombre y al universo pero yo, con mis cargas de cultura actual, de disfunción dispar y particular, con la forma que me es propia de estar vivo, sin saber ni siquiera qué contar ni por qué, ando en un espacio oscuro, sistematizando sombras, revelando sentido detrás de ellas y un día el sistema estará casi cerrado, completo, y seguirá siendo oscuro. Es mi manera de estar vivo adentro, no una función cognoscitiva, no hay que confundir.
Porque parecí quedarme quieto en Bucósqui, llegué a preguntarme asuntos con alarma, despertando al hombre dormido que es el interés. Tres cosas aquí: Conrad ilustró un estado de inercia aparente que reconocí en el bar. Dice que él había renunciado a molestarse por el objeto de su preocupación arguyendo que “la capacidad humana para esa especie de locura es más limitada de lo que ustedes pueden suponer.” Se dejó de preocupar, así como yo cuando me preparo el segundo Tom Collins y empiezo a seguir cayendo. Erich Fromm concluyó que el hombre, consciente de sí, de su soledad ajena al inmenso mundo que lo rodea como un lazo, tiene como necesidad seria fundirse para mitigar el aturdimiento progresivo de esa voz pertinaz que es la conciencia. Da una última prescripción: “un fracaso absoluto en satisfacer tal necesidad puede conducir a la locura.” Al darme cuenta, dejándome invadir por una influencia que me era familiar y me ponía preguntas donde ocurren los pensamientos, me alcancé a espantar, como cuando hay poquita poquita gente, cuando el cabello o el proyecto que se difumina en el tiempo largo, uno tan corto. Durante el día estaba aterrado porque todo hecho real lo comprobaba, Fromm tenía razón y yo, desde su ojo que ve, era la mismísima prueba y ejemplo: me estoy enloqueciendo. Escondiéndome, según impulsos naturales al hombre que no me son inconvenientes, paso mucho tiempo con los ojos abiertos, buscando el camino de volver a subir la pendiente por la que caigo cada vez que escucho la verdad o la experimento. Toda información, allá abajo, es renovada. La mirada se vuelve actualizante, los asuntos plenos de rasgos que preconozco y deseo. Todo es interesante. Todo regala un poco… Pero es lo único concedido al que cayó en las sombras.