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martes, 8 de septiembre de 2009

Retrato de una mujer doblando bolsas...


No intento abarcar el abismo de una persona como carne o como suspiro. Es más bien una simple caricia con la intuición de mis gafas, de mis ojos tras su vidrio. Su suéter de lana amarillo tímido, callado, la cubre un poco. Cierra los ojos, sus líneas se sobreponen, cruzan los brazos en un saludo confuso… Las bolsas siguen en la mesa que diambula por la casa, la casa se sostiene en paredes de colores ígneos, húmedas de músicas, las músicas envuelven a la mujer dobladora de bolsas. Pero Brassens no es buen consejero para personas que sólo quieren pintar el tiempo con ruidos. No es aconsejable, escucha, tener la constante denuncia ante lo eterno y lo arenoso si lo que se pretende es doblar el plástico o el papel, e ignorar que al frente aquél no deja de comerse las uñas. Soná algo como el viento o las tejas cuando las toca el agua. No hay nada más que hacer para la vida que seguir doblando y preguntando lo que nadie sabe, grandezas o frases de lápices y canciones. Ella sabe que nadie sabe, pero tiene que seguir preguntando porque dos caras en un mismo espacio abierto, con el aire de por medio, tienen que mantenerse hablando, agitando las manos al aire y luego dice: dónde vive ella, ¿sigue en el mismo lugar? La verdad es que no lo sé, no tendría por qué saberlo, pero el silencio empieza a comerse eso que nos sirve para mantenernos tranquilos en lo que sea que estemos haciendo, y no es posible mantener la palabra quieta en esa gruta mojada donde pertenece cuando no se necesita afuera. Como forzando una salida de los labios, con los bracitos de sus letras, abre la boca y se expulsa todo afuera: no sé, quizás, a lo mejor. Hay que tener paciencia, en la vida ya no tiene más que amar a sus hijos y doblar bolsas, no hay sentido, pero la muerte no viene, entonces, hail thee, ma’am, êtes-vous bien? Y, mujer, disculpad: usted dio más que la médula de sus huesos para que respirara, y yo no le doy más que un gesto de resignación. Debería caminar en los párrafos de una novela balzaquiana, merecedoras de premios suprahumanos —lauros de los eternos—, pero no tengo más que mis gafas, los bares que siempre quiero frecuentar y esta música que no entiende y la exaspera, no hay más. Por eso se para de su silla, las velas en frente quedan solas y el aire y el silencio y el francés pálido no tienen más opción que callarse, seguir muriendo despacito porque también yo tengo ganas ya de pararme a seguir con el ritmo seguro de los que tienen algo que decir en el mundo. Buen día a todos, la pelota ya empezó a rodar en la pantalla y el viento sigue soplando…

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