Y su ceniza terminó mezclada con colillas de cigarrillos y tapas de cerveza o de aguardiente. Dicen que se les cayó la cerámica. A penas les llegaba el tarrito frío con las cenizas adentro y había que celebrar. Una gran ceremonia porque por fin el poeta regresaba al pueblo. Celebrar por ellos que mantenían ganas de venderse al mundo por una cáscara de naranja, y no por él, que nunca le importó. Pero ahora era impotente. Sólo quedaba su nombre falso, tres volúmenes con versos memorables y un puñado de cenizas. Había llegado el momento. Todos celebraban porque Barba Jacob regresaba a su casa, el hijo pródigo. Por fin. Las cenizas en la mesa, todos celebraban. Uno de los que estaba en la fiesta se volcó a la metafísica. Acercarse al frasco, pensar en un devenir perdido e infinitamente americano, acordarse de algún verso que le quedaba de la escuela, nada. Cogió el frasco para estar un poco más cerca del poeta. Pero había tomado lo suficiente como para no poder sostener nada en la mano. La cerámica en el suelo, los trozos a los pies de los borrachos. El poeta se confundía ahora como una mala idea en un sermón de misa entre cigarrillos y pantano reseco. Muchos se preguntan dónde yace lo que queda de Barba. En el recinto del Consejo de Santa Rosa, les dicen. Y van a mirarlo con esa solemnidad idiota de los acartonados. Se llenan de grandes palabras ante la pequeña urnita, evocando la imagen del poeta. Haciendo responsos cultamente dolorosos por un puñado de cenizas de cigarrillo y pantano endurecido.
El punto es que comenten; ustedes saben, queridos: es necesario...
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