El punto es que comenten; ustedes saben, queridos: es necesario...

lunes, 11 de mayo de 2009

Yo creo que la cosa podría tener solución, sólo si ella deja de sonreír cada vez que le pongo el café en la mesa. Entonces no soy yo el del problema. Cuántas instrucciones le voy a tener que dar para que no repare mis uñas cuando suelto el platico del azúcar. Que las comisuras de la boca son para no babearse y deje de apretarme desde lejos con ellas. Las mujeres son animales desconsiderados. Ella es el problema, eso está claro. Si no se volteara y dejara de hablar cada vez que paso… Pero no. La cucharita se quiebra la cabeza contra el plato cuando me acerco; la bandeja se diluye, como derritiéndose en una masita caliente que todavía tengo en la mano. Le divierte verme así. Y vuelve a reírse, arrugando la servilleta de la torta. Si supiera como la toco cuando hay mucha gente y todas las mesas se aprietan. Que viera cómo la veo, y dejo de respirar... Y hay una cosa que nos salva a toda hora que se parece tanto a la indiferencia. Yo he pensado en decírselo. Que el amor no es asunto de cobardes, los amorosos, las casitas verdes de verano, y todo eso, ya sé. Pero nunca cuentan con ese dulce de niños que sabe mejor si no lo abres. Todo para el estómago. No quieren con ganas a las sillitas cómodas, ni al pasto, ni a las calles solas por la noche, ni a la luna de hueso del viernes, ni al azúcar, todo más bello mientras más inútil. Y es precisamente ese silencio el que me permite adornarla. Que nadie me diga nada de ella. Porque cuando la tenga entre mis números en el teléfono, ya se sabe que la cosa va a cambiar. Ya puedo reclamarle algo y al trasto la poesía. El problema puede que no tenga solución. Mientras piense solucionarlo… En realidad el aire está mucho mejor así. Y se obliga uno a pensar en ser humano y escribe tonterías sobre la especie.

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