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miércoles, 6 de mayo de 2009

Pubertad por Munch, el exprimido


Quisiera dar cuenta de mi impresión sobre esta tela, por su diagnóstico de duda, pero no tengo en la mano sino vanidad. Me sentaría a decir lo que la mente aún recuerda —a dubious countenance— y rebotar contra el papel mi elocuencia común. Pero qué diría sobre el cuadro con absoluta sinceridad sensual, nada. Pocas veces puedo abstraerme al deliquio ilógico de creerme superior. Sin embargo, ah!, acaso se acosan más los sentidos que frente a una obra tal, ah! y repito: ah!… La figura solitaria de final de siglo, la cama muda y sin expresión, las sábanas de un blanco agrietado, los senos en conquista tardía de la hembra, las manos de decoro y el sexo oculto. Pero la sombra, la única protagonista de la figura, la sola presencia del cuadro. Podría evocar cualquier palabra que no dejaría de ser una befa al artista —o bien una confirmación de mi poco talante artístico—, prefiero ceder mi voz a la cita y postergo mi vid a otra coindicencia, a otra nube cubriendo el sol.

«Cuando paseo bajo el brillo de la luna —entre viejas construcciones cubiertas de musgo que entre tanto me son familiares— me da miedo mi propia sombra. Cuando enciendo la lámpara, veo de repente —mi sombra proyectada sobre la pared y el techo— y en el gran espejo que cuelga sobre la estufa me contemplo a mí mismo —mi propio rostro de fantasma. Y vivo con los muertos —con mi madre, con mi hermana, con mi abuelo, con mi padre— sobre todo con mi padre. Todos los recuerdos, los más pequeños detalles —desfilan ante mis ojos», dice Munch sobre aquel espectro sombrío. Cómo querer perturbar la lucidez de tal simpleza con mis invenciones de otro tipo de oscuridad que es mi sordidez.» —Munch

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