«Felices los que creen sin haber visto.» (Jn. 20, 29)
Me acordé de algo: caminábamos por el pueblo y me quería sentar. Entramos al Berrío. Ya sentados, de repente muy triste, le dije al primo: “para algunos la vida no es más que un no soy capaz”. Yo no soy capaz de muchas cosas, y por eso me ven siempre en el Portal tomando tinto. No piensen por eso que voy allá a sentarme a buscar soluciones. Que me reviento sondeando maneras de salir del embrollo. Nada más ajeno. Voy porque quiero olvidar que no soy capaz. A eso y a tentar al destinto: si me ves con mi libro, mi tinto, a lo mejor te quieras sentar. Ibas para otro lado pero eso ya no importa. Si ves cómo confirmamos lo que decía Julito. Convergencias, aunque en el fondo ellos también vivían buscándose, a pesar de lo que digan...
Andar sin buscarse... Pero cuando no nos encontramos, qué… Vos decís que te burlás de esto porque en la ausencia igual sos feliz, y te creo. A mí no me da hasta allá —y ahí el epígrafe. Porque sé que llegan las ráfagas del hombre, el tiempo del mundo al revés, la enfermedad, los no-soy-capaz, y si no estás… y si no estoy… Nos volvemos dependientes, algo que no entendía bien El principito. Yo tampoco. Cuando no nos encontramos y estamos cansados, no sabés cuánto me tienta la idea de que el mundo me domestique, que me ahoguen esos lazos… El hombre elige sus cadenas. Es la única opción que le dan. El resto es tan impuesto como inevitable. La propuesta es… elijámonos. Si nos hace más amables y si en el pueblo sigue haciendo frío, elijámonos. Seamos títeres, audiencia, prestidigitadores. Yo haré el esfuerzo de no mostrarte nunca las cadenas.
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