El punto es que comenten; ustedes saben, queridos: es necesario...

viernes, 19 de junio de 2009

De guiños que no puedo evitar

Uno nunca sabe cómo empezar. Debería saludar o hacerme una intro, pero es muy formal e incómodo, o simplemente decir que vengo a quitarte el tiempo o adornártelo, según el computador donde lo abrás. Pero qué va, también se complica mucho uno la vida con estas prevenciones, como si por escribirte me fueras a dar un premio. Así son algunos. Sólo vengo a hablar un rato contigo, a abrirle una ventana a esta pared. No sé cómo será para vos, pero a veces me pasa que uno sigue derecho no porque quiera, si no porque no tiene donde parar, como si fuéramos razas raras y no se pudiera hablar. Yo, como soy tímido, me guardo las galletas para cuando estoy solo, y eso está mal. Por eso hay que relajarse, sacudirse un poco toda esa maraña que se gana estando en la Academia o dando vueltas por una ciudad pequeña y abrirse, saludar de beso a la que no conocés, eso no te va a quitar mucho y el ataúd igual va a llegar y va a seguir siendo de la misma madera. Por eso no me preocupa estar escribiéndote a ti, cronopia pequeñita, que algo entiende de esos juegos, de torcerle el codo a la tradición para que el café termine sabiendo mejor. Y si me equivoco, ya está; no hay nada que hacer.

Justificado. Venía diciendo algo de abrir ventanas, de abrir huequitos para que la luz entre y los buenos días sean realmente buenos. Yo sé que no sos devota de Enrique, pero hay que admitir que en algo acertó cuando dice que hay muy poca gente. Y ni siquiera hablo de amigos, sin haberlos reciclado. Hay muy poquitas personas que te pueden dejar mejor de lo que te encontraron. Los más, pasan desapercibidos sin sospechar las alegrías, los días nublados de adentro. Entonces hay muy poca gente, y la vida tampoco puede ser un guardarse-todo-por-siempre porque los otros no entiende o no les da la gana de entender: las películas son más bellas cuando las miradas se encuentran en la luz de una frase bonita, o cuando se rozan los codos porque esa toma —ésa y no otra— los sacudió a los dos al mismo tiempo. Hay que empezar a abrir esas ventanas…

Por eso mantengo con especial cariño algunas personas que conocí en las charlas de los que se enamoraban de la tarde. Porque, hay que admitirlo, le daban al día más de lo que un libro podía hacer, sin contar con el abrazo, y yo no necesitaba más luz. Pero uno se deja contaminar de esos vicios, esos diablos camanduleros de la tradición, y así se impide llamar, ir directo al abrazo, prefiere a veces quedarse callado, o simplemente borra todos los mensajes sin antes haberlos enviado. Toca decir: es uno mismo, soy yo mismo, quien le pone cortinas a las ventanas y luego me quejo, preguntado a todo el mundo qué hicieron con la luz. Es una lástima, porque si no se acaba con esto, cuántas manos se van a dejar de encontrar, cuánta alegría no nos va a atropellar y va a tocar seguir pidiendo la misma cerveza, a veces con la misma desgana…

2 comentarios:

Luis Carlos Bonilla Sandoval dijo...

Bueno tu escrito, y lo que más me ha gustado, es esa incomprensión e irrvererencia Caicediana que bien vale la pena dejarlas sentir, porque no se trata só de sufrir me toco a mi en esta vida, sino agúzate que te están velando. La diatriba de tu escrito tiene un interés especial, y es que te sale del alma, y además parece que está pintada con los colores con los que pintaron una frase que seguramente al leerla, sabrás quien la dijo: "Los hombres inteligentes, no van a la universidad", y "me robaron toda la ropa, pero lo importante fue que no me quitaron los libros".

Un abrazo, y..."Andrés sólo llegó a tener hasta venticinco años, y uno siguió derecho...y que verguenza por eso."

Luis Carlos
colordelamadera.blogspot.com

—G OchoaV... dijo...

Luis Carlos, cinco años luego te respondo, cabalgando abajo Los Andes. Gracias por tu comentario. Te confieso que nunca leí nada de Caicedo pero la filiación sé que só responde a razones literarias. Y, como escribí más arriba o más abajo, sólo sé escribir cartas; ésta, a una universitaria mínima contaminada del vicio literario.

Otro abrazo.