1. En el edificio donde vivo tienen como regla, para el manejo de basuras, dejar las botellas de vidrio en las escalas, afuera de la puerta; desde arriba no se pueden tirar. Todos lo aceptamos porque es conveniente y quien las recoge hace bien su trabajo. Un día el vecino de abajo decidió no hacerlo y llevó él mismo las botellas. Pero no fue cosa de un solo día. Lo tomó de costumbre hasta que un accidente sufrido en el trabajo se lo impidió. Todos lamentamos mucho su pierna rota cuando bajábamos nuestras propias botellas. Parecía enojado. Las suyas ya se acumulan afuera de la puerta.
2. Kristin fue una amiga que gané de tanto visitar una pequeña panadería a dos cuadras de mi trabajo en Boylston St. Era una gran conversadora y entretenía mis días de ocio invernal. Con ella conocí algunos teatros de Boston, allí la gente parecía conocerla. Me estaba acostumbrando a estas salidas donde cada noche conocía dramaturgos emergentes y a uno que otro actor. Una noche, quedamos de encontrarnos en el Wang Center para una adaptación de Shakespeare, Much ado about nothing. Estaba entusiasmado, el espectáculo prometía risas. Pero esta vez me quedé esperando risas viendo que Kristin no llegaba, y no llegó. Dos años más tarde recibí un correo suyo arguyendo el porqué de su ausencia aquella noche. Su padre había muerto. Ella consideró prudente irse también... y la carretera estaba abierta.
3. Vivo en el quinto piso de un edificio en Laureles, barrio conocido por su repentina sobrepoblación. En frente al mío, hay un edificio un poco más grande con una buena cantidad de balcones. Algún día, como suelo hacerlo a veces, gracias al buen tiempo, saqué mi silla, mi libro y me puse a leer afuera. Levanté un momento la mirada y vi que alguien desde el frente me sonreía. Le gusta leer, pensé, y sentirá simpatía. Seguí mis lecturas afuera no sólo ese día, sino por mucho tiempo con la sonrisa cómplice de mi acompañante. Se debe preguntar qué leo. Ya me veía yo cambiando de libros frente a ella, pretendiendo leer qué cosas sólo porque me observaban. Uno de tantos días, mientras cambiaba las páginas de un Proust, vi que alguien se le acercó, la agarró de los brazos y la condujo con fuerza hacia adentro… Desde entonces no he vuelto a leer afuera. El clima está muy raro y quién sabe de qué se pueda enfermar uno ...
4. Conozco por casualidad, o porque así lo quise, a un señor en plena vejez que hablaba de dioses y lo encontré en el Parque Bolívar. Yo pasaba con el primo y escuchamos una discusión que sostenían algunos jubilados. Terminada la charla lo abordamos y pudimos hablar con él. Caminaba lento y el rostro delataba una amargura cioraniana. Luego de oírlo, no lo quise volver a ver. Fue tan pesado y agrio su discurso que terminé confuso, nublado... Le pedí al primo me acompañara a casa y que, si se le ocurría, nunca me llevara otra vez a presenciar tales actos de deicidio.
5. Como en la Huntington St. hay un buen número de cafés donde es agradable sentarse a ver universitarios pasar, pensé que sería bueno ir un rato. Con el Museum of Fine Arts de fondo, cogí uno de mis libros y me sumergí en él. A mi lado había una pareja un tanto molesta, discutían y se lamentaban por algo. Me alcancé a ruborizar un poco al escuchar que su descontento se debía a lo oneroso que les resultaba la exuberante presencia de minorías en su país. Ajeno que soy a la tierra donde vivo, tomé consciencia de su molestia, empaqué mi libro y pagué el café. Al salir del sitio, improvisé una sonrisa a la pareja, les saludé y seguí de largo con el amarillo, el azul y el rojo de mi bolso juvenil.
2. Kristin fue una amiga que gané de tanto visitar una pequeña panadería a dos cuadras de mi trabajo en Boylston St. Era una gran conversadora y entretenía mis días de ocio invernal. Con ella conocí algunos teatros de Boston, allí la gente parecía conocerla. Me estaba acostumbrando a estas salidas donde cada noche conocía dramaturgos emergentes y a uno que otro actor. Una noche, quedamos de encontrarnos en el Wang Center para una adaptación de Shakespeare, Much ado about nothing. Estaba entusiasmado, el espectáculo prometía risas. Pero esta vez me quedé esperando risas viendo que Kristin no llegaba, y no llegó. Dos años más tarde recibí un correo suyo arguyendo el porqué de su ausencia aquella noche. Su padre había muerto. Ella consideró prudente irse también... y la carretera estaba abierta.
3. Vivo en el quinto piso de un edificio en Laureles, barrio conocido por su repentina sobrepoblación. En frente al mío, hay un edificio un poco más grande con una buena cantidad de balcones. Algún día, como suelo hacerlo a veces, gracias al buen tiempo, saqué mi silla, mi libro y me puse a leer afuera. Levanté un momento la mirada y vi que alguien desde el frente me sonreía. Le gusta leer, pensé, y sentirá simpatía. Seguí mis lecturas afuera no sólo ese día, sino por mucho tiempo con la sonrisa cómplice de mi acompañante. Se debe preguntar qué leo. Ya me veía yo cambiando de libros frente a ella, pretendiendo leer qué cosas sólo porque me observaban. Uno de tantos días, mientras cambiaba las páginas de un Proust, vi que alguien se le acercó, la agarró de los brazos y la condujo con fuerza hacia adentro… Desde entonces no he vuelto a leer afuera. El clima está muy raro y quién sabe de qué se pueda enfermar uno ...
4. Conozco por casualidad, o porque así lo quise, a un señor en plena vejez que hablaba de dioses y lo encontré en el Parque Bolívar. Yo pasaba con el primo y escuchamos una discusión que sostenían algunos jubilados. Terminada la charla lo abordamos y pudimos hablar con él. Caminaba lento y el rostro delataba una amargura cioraniana. Luego de oírlo, no lo quise volver a ver. Fue tan pesado y agrio su discurso que terminé confuso, nublado... Le pedí al primo me acompañara a casa y que, si se le ocurría, nunca me llevara otra vez a presenciar tales actos de deicidio.
5. Como en la Huntington St. hay un buen número de cafés donde es agradable sentarse a ver universitarios pasar, pensé que sería bueno ir un rato. Con el Museum of Fine Arts de fondo, cogí uno de mis libros y me sumergí en él. A mi lado había una pareja un tanto molesta, discutían y se lamentaban por algo. Me alcancé a ruborizar un poco al escuchar que su descontento se debía a lo oneroso que les resultaba la exuberante presencia de minorías en su país. Ajeno que soy a la tierra donde vivo, tomé consciencia de su molestia, empaqué mi libro y pagué el café. Al salir del sitio, improvisé una sonrisa a la pareja, les saludé y seguí de largo con el amarillo, el azul y el rojo de mi bolso juvenil.