En busca de un epígrafe digno de no decir nada.
Pero estás tan lejos de Ligeia, no porque tus ojos no sean tan hondos e inciertos y redondos, sino porque aun teniéndote al frente, gritándome, no será lo mismo que cuando Poe, lamentando la muerte de su querida, se ponía a escribir. Estamos tan lejos de poder hacer algo así. Sin embrago es tan parecido.
Yo no lloro por no saber dónde estás. No lloro, pero me enternezco, me dejo seducir por la sorpresa de tu foto en las páginas de mi libro. Hay tiempo para decir que toda esta parafernalia de erudición y seudo-cultura se puede ir a la mierda. Pero se cuelan en esos intersticios vetas de distracción pa’ volverte más humano. Los libros guardan mucho del hombre.
Te pedí la fotografía porque imaginaba que en algún momento me reclamaría un token de tu presencia, como quien dice el haberte conocido. Si caminamos esas calles enredándonos un poquito cada vez más, creíamos, por qué pasaría esto como todo y en la memoria no habría sino nombres de calles, restaurantes, misas los domingos. La guardé en un libro esperando encontrármela luego con el valor agregado del polvo, los kilómetros, el azar…
¿Para qué sirve la gente si no es para quitarte los ojos del reloj y llevarte a sitios donde las flores no son lo que siempre son y pasearte por callejones cerrados para alcanzar un último café? Para decirme que con vos las calles de Boston no son tan frías, ni secas, ni ajenas, ni amorfas como siempre lo son.
Yo sé que somos necios y olvidamos. Una fotografía era mi excusa, mi as bajo la manga. Y aunque recuerdes todo, incluso la madera quebrada de las banquitas en el parque, de qué sirve eso si ya no sos el mismo y ahora los pelitos se paran con palabras que ayer ni entendías. Que el pasado, esa paleta de colores con la que hoy te vas pintando…
Si miro de nuevo tu cara y pienso y me detengo otra vez, no creo salir con nada que antes no te haya dicho. Mi Ligeia son dos mejillas que puedo contar en medio párrafo, dejándome el resto para mí exclusivamente. Me queda la tarea, el regresar más a menudo a inquietarme. Tengo un pedazo del mundo en mi libro esperando a que llegue a esa página.
Yo no lloro por no saber dónde estás. No lloro, pero me enternezco, me dejo seducir por la sorpresa de tu foto en las páginas de mi libro. Hay tiempo para decir que toda esta parafernalia de erudición y seudo-cultura se puede ir a la mierda. Pero se cuelan en esos intersticios vetas de distracción pa’ volverte más humano. Los libros guardan mucho del hombre.
Te pedí la fotografía porque imaginaba que en algún momento me reclamaría un token de tu presencia, como quien dice el haberte conocido. Si caminamos esas calles enredándonos un poquito cada vez más, creíamos, por qué pasaría esto como todo y en la memoria no habría sino nombres de calles, restaurantes, misas los domingos. La guardé en un libro esperando encontrármela luego con el valor agregado del polvo, los kilómetros, el azar…
¿Para qué sirve la gente si no es para quitarte los ojos del reloj y llevarte a sitios donde las flores no son lo que siempre son y pasearte por callejones cerrados para alcanzar un último café? Para decirme que con vos las calles de Boston no son tan frías, ni secas, ni ajenas, ni amorfas como siempre lo son.
Yo sé que somos necios y olvidamos. Una fotografía era mi excusa, mi as bajo la manga. Y aunque recuerdes todo, incluso la madera quebrada de las banquitas en el parque, de qué sirve eso si ya no sos el mismo y ahora los pelitos se paran con palabras que ayer ni entendías. Que el pasado, esa paleta de colores con la que hoy te vas pintando…
Si miro de nuevo tu cara y pienso y me detengo otra vez, no creo salir con nada que antes no te haya dicho. Mi Ligeia son dos mejillas que puedo contar en medio párrafo, dejándome el resto para mí exclusivamente. Me queda la tarea, el regresar más a menudo a inquietarme. Tengo un pedazo del mundo en mi libro esperando a que llegue a esa página.